El Akelarre - Fuerte

 


Era diciembre y llovía. Siempre había adorado el invierno, pero esta vez no lo sentía igual. Esta vez un profundo dolor le empequeñecía la ilusión y las luces de las calles no brillaban como otras veces.

Se descubrió a sí misma mirando por la ventana. Últimamente, solía salir de su cuerpo para viajar a un vacío donde abrazar su alma. Sabía que no estaba sola, pero algo en su subconsciente le hacía sentir a ratos que sí. Los planes, el futuro, las metas, seguían ahí, pero en momentos como este quedaban en un plano secundario, una dimensión en la que se encontraba remando por inercia hacia adelante, como solo sabía hacer... hacia adelante. Con su rumbo fijo hacia lo que siempre la había motivado, aunque hoy no era la palabra precisa par describir el combustible que la impulsaba.

Retiró la vista de las gotas que se deslizaban ventana abajo y la fijó en el móvil. Tenía más notificaciones de las que le habría gustado admitir, pero sabía que ellas estarían ahí para abrazarle y escucharle cuando así lo sintiese necesario. Y en ellas se encontraba la fuerza muchas veces que movía su mundo. En sus diferencias, en sus debilidades y en sus impulsos, movidas por causas diferentes, pero siempre ahí, aunque fuera a través de la pantalla.

Suspiró. Silencio. Un silencio agradecido, aunque doloroso. Un silencio que traía consigo ausencias y voces que, mientras estaba en movimiento, no escuchaba. Y entonces empezó a recrear en su rostro lo que la lluvia hacía sobre su ventana. Primero fueron un par de lágrimas y, luego, se convirtió en un torrente. Se dejó llevar. Soltó su llanto como lo haría con un animal salvaje. Se vació de pena, una pena que no se marchaba, pero que, cada vez que liberaba, sentía más liviana, como una compañera de viaje con la que aprendería a convivir.

Una pena que traía consigo enseñanzas y recuerdos. Luces y sombras. Un sentimiento extraño que abrazaba con gusto, que sentía necesario y también la hacía avanzar en un autoconocimiento que no parecía tener fronteras. Y eso la asustaba, pero ella no conocía el concepto de abandono. En esa fuerza se reconoció y también a sus raíces.

Cerró los ojos y soltó las manos, que hasta ahora permanecían cerradas. Paz. Mucha paz. Una paz aún húmeda y salada, pero paz al fin y al cabo.

Sonó el teléfono. Se enjugó las lágrimas y descolgó.

- ¿Diga?

Al otro lado la voz, familiar, requería su presencia. Sin darse cuenta, ella era la piedra angular para sus seres más queridos. Una roca resistente a la erosión que capeaba temporales con templanza. ¿Se equivocaba? Mucho, como todo ser humano. Sin embargo, nadie, jamás, la recordaba por ello, sino por todas las veces que lograba enmendar lo imposible, en el último minuto, cuando todo el mundo ya había tirado la toalla. A contrarreloj. También había luchado de esa forma por ellas, por su aquelarre, en sus momentos más bajos, cuando no creían en sí mismas. En esos momentos, ella les insuflaba con su amor, su seguridad y sus palabras pausadas el coraje que les faltaba.

Y, en ese momento, no pudo evitar sonreír. No era una sonrisa burlona, no era tampoco alegre. Era una sonrisa para sí misma, un mensaje de reconocimiento. La tormenta que tenía encima podía ser muy difícil de disipar. A veces, incluso dudaba que el sol volviese a lucir del mismo modo de nuevo. Pero lo iba a conseguir, por ella, por ellos. ¿Y si caía? Aunque supiera que, tarde o temprano, encontraría fuerzas, aunque fuera sobre la campana, tenía consigo algo que le hacía de red: el amor incondicional. Y es que, si algo la caracterizaba, es que era imposible no quererla de ese modo.


P.C.H.

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