El Akelarre - Incondicional
El sol de septiembre ya no calienta igual, aunque el verano se resista a marcharse, dando los últimos coletazos que darán paso al otoño. El otoño... Llevaba tiempo en esa estación, sumergida en su melancolía y dejando que su corazón se cubriera de hojas secas de ese color dorado que tanto le atraía y, a la vez, evocaba un profundo sentimiento de nostalgia. Una nostalgia que precede al conocimiento de que algo preciado perece de forma natural.
Había asumido esa pérdida con una calma inusual y, al mismo tiempo, su subconsciente se negaba a creer que todo había acabado. Era una romántica empedernida, enamorada del amor y de sus consecuencias hasta el punto de convertirlo en el motor de sus días. Se negaba a asumir que pudiera haber otro motivo por el cual luchar cada día, dejando que su batuta fuera la guía que moviese sus pasos desde que despuntaba el sol hasta que las estrellas se hacían con el firmamento. Le costaba digerir la falta de correspondencia, la ausencia de reciprocidad en personas que había incluido en su círculo más cercano.
Por suerte, las tenía a ellas, a su pequeño aquelarre de brujas de buen corazón. Con ellas se sentía en casa, acogida, a salvo, en ausencia de juicio y prejuicio pese a las diferencias. Con ellas podía ser ELLA, auténtica y sin corazas, libre en todos los sentidos y estados, desde la risa hasta el llanto. Y la casa a la que regresaba cada vez que necesitaba compartirse, mostrar sus demonios y regalar sus alegrías. Si había una palabra que definiera a su hogar humano era incondicional. Como ella.
Ellas le habían enseñado la verdadera cara del amor, le habían demostrado que era posible, a sentirse a salvo entre sus brazos. Una realidad donde el respeto, la empatía y el sacrificio sin esfuerzo, cada una a su manera, regían sus relaciones y su conversación. Ese amor que tanto costaba encontrar. Un amor que no completa, que complementa, un amor que se atreve, se compromete sin dudas y que rema en la misma dirección. La capacidad de decir sí a todas sus locuras, lanzarse al abismo de lo desconocido o lo no contemplado solo por compartir tiempo juntas.
Entender que la felicidad del otro puede estar en desayunar mirando al mar, mientras la tuya pasa por sensaciones desconocidas e intrépidas. Por entender que la simple compañía es una gran muestra de amor. Comprender que las diferencias ayudan a crecer y a redescubrir cosas que creías rutinarias o a encontrar aficiones que no se hallaban entre tus planes.
Y ella, al igual que sus hermanas, tenía esa capacidad. Y se frustraba hasta el llanto cuando no conseguía que quien ella amaba no entendiera esa realidad, no se ilusionara con el futuro y con el presente, pese a las dudas, dificultades e incógnitas. Pese a no poder controlar las facturas que rodeaban el porvenir, porque la ilusión mueve montañas y consigue imposibles. Una lucha mimética, capaz de adaptarse a mil circunstancias, como un camaleón avezado en el arte del camuflaje, como un gusano de seda que se convierte en crisálida y sale reforzado de su metamorfosis, del cambio.
Septiembre ya no iluminaba con la misma intensidad y así sentía ella su pasado, con falta de luz para mover su presente, con un futuro frágil y sin perseverancia en el a veces tortuoso camino hacia la felicidad. Septiembre... ¡Qué importaba septiembre!
Se preparó un té con limón, cogió un libro y dejó cerca el móvil. No le importaba quién pudiera llamar a su puerta aquella tarde. Solo sabía que, si eran ellas, abriría, quizá con lágrimas en los ojos y, de nuevo, se sabría segura y en casa, a salvo y plena. Y, entonces, dejaría de ser septiembre en su corazón.
V.P.C.
Comentarios
Publicar un comentario