El Akelarre - Espiritual

El viento mecía su melena y traía consigo evocaciones de algo que no era capaz de articular con palabras. Nunca se había sentido cómoda explicando de viva voz todo lo que la removía por dentro, se le daba mejor escribirlo, aunque ni de ese modo se acababa de sentir en su elemento.

La noche estival era fresca aquel día y la brisa de la playa, aunque con una humedad cargada de salitre, permitía que estar en el jardín no se volviera insoportable como otros agostos. Casiopea brillaba en lo alto y la usó de guía para buscar a Sagitario. Nunca había sabido orientarse en las estrellas, pero ese verano le estaba poniendo especial empeño. Y lo estaba consiguiendo. Observar a la negrura que regalaba el cielo, salpicado de miles y millones de estrellas, a ese abismo ingobernable, la hacía sentir pequeña y, a la vez, única. Única por ser capaz de entender la grandeza de todo aquello, de razonar, de elegir. ¿Qué había detrás de ese vasto universo? No le ponía nombre, pero sí veía la espiritualidad más allá de lo que el mundo racional era capaz de mostrar o de lo que la ciencia podía demostrar.

Solitaria e introspectiva, no solía echar de menos a nadie en sus meditaciones, pero aquella noche sí echó en falta tener a alguien a su lado con quien contrastar opiniones, con quien hablar del fuego que la quemaba cada vez que se sentía tan cerca de la superioridad de aquellas fuerzas invisibles e incomprensibles para aquellos que no sabían ver más allá. Las echó de menos, como tantas otras veces había hecho a lo largo de su vida, por ser el lugar al que acudir cuando nadie más era capaz de entenderla.

Inquieta, curiosa, atrevida. Había recorrido mundo, había conocido a otras culturas y eso le había abierto una puerta que jamás habría imaginado que tendría cabida en su vida tiempo atrás. Una puerta hacia un mundo que solo se puede visitar con el alma. Dentro, en casa, a resguardo de la humedad que traía el mar, albergaba una biblioteca repleta de ensayos de distintas religiones y doctrinas que había devorado. En distintos idiomas, sin importar su antigüedad en el momento en el que se topaba con ellos o si habían pasado por dos o más manos antes de llegar a ella. Había leído, releído, nutrido su espíritu con mil perspectivas y aprendido de tantas culturas que no sabría definirse en una.

Definir. No era un verbo que fuera con ella, dado que no le gustaba ponerse límites que no le permitieran seguir explorando y creciendo. No quería etiquetas o que la identificaran con una norma en concreto. Ella era libre. Y como mujer libre, trataba de encontrar su verdad en un mundo imperfecto, donde los profetas eran humanos y ofrecían tantas perspectivas como almas había en aquel mundo. Una vasta extensión de conocimiento y diversidad que no la asustaba, sino que disfrutaba, que la enriquecía y que, de nuevo, la hacía sentir única. Que la empujaba a compartir todo lo que había aprendido, a debatir, a divagar. Una práctica que, muy a su pesar, no había llevado a cabo lo que le hubiese gustado, frenada a veces por el temor a encontrar a una persona lo suficientemente hueca como para no entender su plática. Otras veces, imposible por la distancia a la que se encontraba de quienes sí la entendían. Y otras, por algo tan simple como la pereza de materializar todo lo que viajaba por su mente.

Se recostó en la hamaca y continuó mirando las estrellas que, en su día y sorprendiéndose por ello, guiaron a tantos marineros y que, a sus ojos, escondían tanto poder. O, simplemente, su poder había estado ahí siempre, a la vista, pero sin ser apreciado. En su rutina diaria, materialista, mundana, guiada por unas presiones que imponía una sociedad con la que no se identificaba, encontraba motivos para quejarse. Pero en momentos como aquel, se sentía profundamente afortunada. Se acurrucó. Sabía que aquella noche tampoco podría dormir con facilidad, así que no le importó regalarle más tiempo a aquella privilegiada panorámica mientras agradecía sin palabras el poder disfrutar de ella.


C.R.P.

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