El Akelarre - Inquieta
Las olas rompían, rítmicas, pausadas, ajenas al ajetreo que movía a la sociedad que las envolvía. Una marea muy diferente la que dirigía a las personas y la que empujaba a aquella masa de agua que tanta paz le traía. Agua que siempre la llamaba, por eso la echaba tanto de menos en su vida cotidiana, rodeada de ladrillo y en una ciudad del interior, lejos de su amado Mediterráneo. Al menos tenía río, pensó, que ya era mejor que no tener nada.
Su alma inquieta, curiosa, sociable, por lo menos la empujaba a descubrir nuevos lugares y a borrar horizontes, aunque no fuera, necesariamente, tras incontables horas de vuelo. El mero hecho de conocer nuevos destinos, de aventurarse en odiseas, incluso las menos ambiciosas, le llenaba el corazón y la mente y la mantenían con vida e ilusión. Conocer, abrirse, fugarse. Gracias a ello era capaz de mantener viva la llama de la esperanza y a la niña que se negaba a soltar de la mano pese al inexorable paso de los años.
Inspiró profundo y se llevó consigo el olor del salitre. El final del invierno estaba siendo inusualmente cálido y no pudo evitar meterse en el agua. No sería la primera vez (ni la última) que se bañara en ropa interior y, además, la playa estaba desierta entre semana.
Mientras entraba en el agua y un breve escalofrío recorría su cuerpo, no pudo evitar pensar en ellas y en lo mucho que le habría gustado compartir a su lado un momento tan íntimo como este. Un momento en el que dejaba que el agua del mar arrastrara lo que podía perturbarle, donde se desnudaba, no solo a nivel físico, sino también a nivel emocional, entregándose al agua. Una especie de bautismo que sentía nuevo cada vez que realizaba.
No temía a la soledad. Al contrario, en momentos como este la abrazaba con gusto. Pero, del mismo modo que conocer nuevos lugares le llenaba el alma, conocer gente también la mantenía con vida. Y no gente, más bien, personas. Profundizar en sus inquietudes, su perspectiva, sus anhelos, lo que las asustaba, su música favorita o en qué veían en una noche de lluvia sin plan a la vista. Conocer en el más puro sentido de la palabra, intimar y enriquecerse con lo que pudieran enseñarle. Estaba de paso en la vida y todo lo que pudiera atesorar en su camino sería lo que la ayudaría a crecer.
En su extrema sensibilidad, era capaz de emocionarse como si fuera la primera vez con cientos de cosas. Una puesta de sol, una historia de amor real, una caricia, una canción, una declaración sincera. Por eso, sentía tan importante no parar. No detenerse en la monotonía o en una rutina anodina que no aportase nada a su vida. No dejar de preguntar ni de aprender. No era muy tolerante al caos, pero había encontrado el perfecto equilibrio entre planificar y dejarse sorprender por la vida.
Pero, pese a su inquietud, necesitaba un hogar. Algo estable e inmutable. Un lugar al que volver y sentirse, de nuevo, segura, acogida, tranquila. Un lugar en el que desnudarse y no sentirse vulnerable ni vulnerada. Y eso sentía en aquellas aguas. En aquella marea que la mecía con suavidad. Y en ellas. No se cansaba de repetir que eran el amor de su vida. Porque creía en el amor, profundamente, como una de las mayores fuerzas del universo conocido. Y si el amor no tenía límites, no ponía barreras ni fronteras y no admitía etiquetas absurdas, ella podía llamarlas y sentirlas así.
Salió del agua y se sentó al sol en la arena con una sonrisa que brillaba más que aquel miércoles de final de febrero. Las pocas que seguían viviendo en la ciudad de sus sueños no tenían vacaciones, pero sí habían encontrado un hueco para tomarse algo con ella al terminar sus respectivas jornadas. Y en ese momento, no había nada que pudiera hacerla más feliz.
A.A.G.
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