2. Limerencia
Le rozaban las sandalias, los
granos de arena actuaban como una lija que, poco a poco, se iba abriendo camino
en la piel de sus pies. Llevaba el salitre adherido a las piernas, hasta la
altura de la rodilla, dibujándole manchas irregulares de bordes blanquecinos.
El pelo alborotado, pegajoso del constante azote de la brisa marina y el olor del
océano en sus ropas. Caminaba ausente, con sus gafas de sol y la mochila dejada
caer sobre un hombro, dejando una marca de un blanco mortecino, que contrastaba
con el rojizo que había tintado en su piel el sol de una mañana de mayo.
A su lado caminaba él,
observándola, preguntándose cuánto tiempo había estado oculta, cuánto tiempo
volvería a estarlo tras su partida. En su cabeza se revolvían dudas, temores y
alegría, un batiburrillo de emociones que lo sumían en una ausencia que no lo
transportaba a las nubes, sino a un vórtice de caos, un remolino de
desasosiego. Algo tan fugaz no podía instalarse tan rápido en los recovecos de
su alma, inundándolos de esa manera, arraigándose con fuerza. Ella no solía
mirarlo a menudo, pero cuando lo hacía era tan sólida su mirada, que el eco de
sus pupilas lo empujaba a tirar el ancla en un puerto que, en un principio,
creía él temporal.
Al verlos de frente, cada uno
sumido en su ausencia, con la cabeza en sitios diferentes, con pensamientos
paralelos, con metas y objetivos que divergían en sus caminos, parecían dos
desconocidos. En realidad lo eran, dos desconocidos que habían compartido
momentos íntimos, miradas cómplices que se desvanecían cuando salían del cobijo
de una atmósfera de soledad cubierta con un manto estrellado. Sumidos en su
limerencia, su atontamiento propio movido por razones diferentes.
Él, revuelto el cabello, la
camisa entreabierta descubriendo un torso bronceado a golpe de playa,
arrastrando unas chanclas gastadas, rompiendo el silencio que reinaba entre
ambos con el roce de las suelas sobre el cemento. Ella lanzaba miradas
furtivas, no podía negar que algo le había calado aquel hombre del que tan poco
sabía y en cuya historia no quería adentrarse, quizá por miedo a las
consecuencias, quizá porque tenía claro que aquello no iba a durar. Su
ensimismamiento, no obstante, no lo causaba aquel adonis que caminaba
embelesado a su lado, sino otros motivos menos carnales. Siempre que visitaba
el mar, volvía sumida en un trance acompasado por las olas golpeando sus
tobillos, relajada por el recuerdo de la arena masajeando sus talones y sus
dedos. Pero a él le hacía creer que el causante de aquel estado era él, no las
delicias que su ciudad le ofrecía cada vez que se adentraba en ella. Pensó que
era cruel por aquel comportamiento, pero pronto descartó esa idea de su mente.
Algo tan fugaz se olvidaba pronto y el mejor regalo es un buen recuerdo, o así
lo había estado creyendo desde que tenía uso de razón.
Llegó el momento de separarse, el
camino que los había mantenido unidos se bifurcaba en direcciones distintas e
inevitables, albergando en los respectivos destinos una ducha bien merecida que
limpiaría sus cuerpos de los restos de un día caluroso frente al mar. Se plantó
él frente a ella, con la mirada cargada de un “no te vayas todavía”. Ella,
bajando sus gafas de sol, esbozó una sonrisa ingenua y tímida que intensificó
la petición de su acompañante mientras dibujaba en sus pupilas un “debo
hacerlo”. Entonces él, con la delicadeza con la que se toma a un niño, la
envolvió por la cintura y la besó dulcemente, un beso que sabía a sal marina y
a ella, a ese sabor suyo que ya había tenido ocasión de probar, que contrastaba
con los restos de océano de sus cálidos labios. Se dejó ella hacer, tímida,
recibiendo un cariño que hacía tiempo que no probaba. Entonces se separaron y
el susurró frente a su rostro algo, palabras tiernas a las que ella respondió
con silencio y una leve sonrisa, dando media vuelta y dejándolo con la
incertidumbre de un adiós que quedó en el aire, sumiéndolo con el vaivén de su
melena y sus pasos amortiguados en un profundo e involuntario estado de
atontamiento.
Ella, por su parte, seguía balanceándose en una embriaguez con
olor a sal, con varios nombres y de reconfortante compañía.
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