Sueño de una noche de verano - Serena

 


Las montañas de aquel pequeño rincón paradisíaco albergaban miles de historias que se respiraban en el ambiente. Un verano tras otro había acudido allí con su familia para evadirse del calor asfixiante de la ciudad y del olor a asfalto y a contaminación. Entre los pinos podía respirar el aire puro que necesitaba y olvidarse de sudar a cada momento. Lo tenía claro, el verano en esas condiciones no era su estación.

No sabía por cuánto tiempo podría perpetuar esas escapadas, consumida cada año más por una rutina asfixiante atendiendo a pacientes para sacar adelante su carrera. Una carrera de entrega a los demás que había elegido movida por una vocación real que la acompañaba desde siempre. No le dio más vueltas al incierto futuro que se le pudiese avecinar y dio paso a un estado de profundo disfrute, aprovechando cada minuto como si alguien le hubiese asegurado que el año siguiente no iba a poder hacerlo. Conocía la importancia de agradecer y no desperdiciar cada instante que se le había concedido, sin prisas, sin alborotos, paladeando cada instante y dando de sí la mejor versión que podía ofrecer.

Así era ella, serena, entregada y con la capacidad  innata de transmitir esa calma a quien decidiera compartir una conversación en su presencia. Un remanso de paz en medio de la tormenta, una palabra de cariño, calidez, una sonrisa cómplice. Y eso era precisamente lo que más valoraban quienes tenían la fortuna de contar con su amistad.

Se abrigó y se hizo una trenza de esas que tanto le gustaban, se despidió de sus padres y salió al frío de la noche del valle que, a pesar de ser agosto, había empujado el termómetro hacia temperaturas más propias de final de otoño. Más allá del porche de su casa estaba ella, esperándola como otros años, con ansia. Solía ser la primera en recibirla y en esperar impaciente su llegada. Y el frío se desvaneció cuando ambas se fundieron en un abrazo fraternal, alegrándose con sinceridad de poder volver a verse. Quien las viera creería que solo tenían oportunidad de reencontrarse en aquel pueblo que pocos conocían, pero la realidad es que tenían la inmensa suerte de compartir ciudad y provocaban encuentros también durante el resto del año. Pero quien se quiere con sinceridad, siempre se alegra de verse de nuevo, aunque tan solo hayan transcurrido un par de semanas.

- ¿Qué tal el viaje?
- Sin percances, todo bien y, ya sabes, cargada de ropa de todas las estaciones. No sé cuántos viajes más así va a soportar este huevo que tengo por coche. 

Ambas rieron y pusieron rumbo hacia el pequeño bar donde solían cenar las noches que les apetecía encontrarse sin dar explicaciones a nadie y ponerse al día. Eran como el Yin y el Yang, la calma y el volcán, complementándose sin dificultades. Aunque esa ausencia de trabas era, con seguridad, culpa suya y de su manía de poner las cosas fáciles. Una amistad que se había fraguado entre aquellas laderas casi por accidente y que daba maravillosos frutos con el paso de los años. Sabían que tenían una complicidad que, en ocasiones, podía alejar a otras personas con las que compartían las vacaciones, pero les resultaba inevitable ocultarla. Para evitar esa sensación, trataban de reunirse a solas en momentos en los que nadie más tenía un hueco y, así, disfrutar de la presencia tranquila la una de la otra. Nunca es igual una reunión vis a vis que un encuentro de grupo, los temas de conversación se banalizan o se vuelven más superfluos y profundizar en tu interlocutor se vuelve más complicado.

Pese a que podían encontrarse durante el resto del año, la atmósfera que brindaba el santuario del pueblo a todo el valle era perfecta para hallar la intimidad que la ciudad no permitía. Allí su mundo era diferente y lo regía un reloj que nada tenía que ver con la corriente medida temporal que todos conocían. Las hojas de los chopos rompían el silencio de forma magistral y mecían sus paseos al atardecer, cuando ya empezaba a hacer falta una chaqueta ligera. Su pequeño paraíso, su oasis de tranquilidad. Ambas temían no saber valorarlo lo suficiente, pues sabían que el cambio se avecinaba y su suerte no iba a ser eterna.

Se pusieron al día en compañía de un par de bocadillos y empezaron a maquinar los planes que tanto les gustaba hacer cuando estaban allí. Comentaron con quién podrían contar ese verano y quiénes no iban a poder hacer acto de presencia, de qué sabor sería la pizza que prepararían para el próximo cumpleaños de sus amigos o de qué serían las copas que beberían en las fiestas que se celebraban los fines de semana. Hacían un tándem perfecto y lo sabían, pero si había algo que las caracterizase bien era que jamás cerraban sus puertas a nadie. Y así, entre risas y un buen atracón, arreglaron el mundo, al menos, para las próximas tres semanas del mes de agosto.


M.S.M.

Comentarios

  1. Me parece espectacular, un regalo como recreas ese ambiente que te hace sentir cada palabra como si estuvieses en ese espacio y tiempo! Conecto mucho con esa amiga que sale de la ruidosa ciudad para evadirse en un ensueño pero que no sabe a ciencia cierta el rumbo que tendrá su vida. Maravilloso por esos reencuentros con las amigas que se van pero no están lejos!

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    1. Muchísimas gracias Inma! Me alegra mucho y me hace sentir muy plena que mis relatos te hagan sentir así y lograr transmitirte lo que escribo hasta ese punto. Que el virus no nos impida volvernos a reencontrar mil veces más con esas amigas que valen oro!

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