Naufragio



Déjame contarte una historia.

Una vez escuché hablar del capitán de un navío, cuya tripulación se componía de su única persona. Viajaba solo, surcando los mares y océanos, oteando el horizonte desde la cubierta, atracando en puertos sin preferencia alguna. Era feliz, o por lo menos creía serlo, dejándose llevar por las corrientes de aquellas aguas oscuras y enigmáticas, otras veces transparentes, revelando los misterios de sus playas de blanca arena. Jamás tuvo problemas durante sus largos viajes, acompañado únicamente del susurro de las velas empujadas por el viento.

Un día, por casualidad, un curioso marinero suplicó ingresar en tan peculiar nave. El capitán, hombre de reflexión, meditó largo tiempo la posibilidad de viajar acompañado, aceptando finalmente la propuesta de aquel joven entusiasta. Al principio, encontró con quien compartir sus momentos de debate interno, con quien conversar y discutir. Se hicieron buenos amigos, gustaban de observar las estrellas danzando en el cielo, imaginando que la vía láctea era la estela de un velero que surcaba la negrura. El transcurso del tiempo generó roces en su convivencia y el barco comenzó a sufrir las consecuencias de una relación cada vez más turbulenta. La consideración hacia las costumbres del otro se transformó en una indiferencia que acabó mutando en odio. Firmaban treguas tras largas discusiones de palabras envenenadas, pero ya nunca volvió a ser lo mismo de antes.

Un nuevo puerto se presentó ante ellos y un nuevo tripulante subió a bordo, aceptado con la esperanza de limar las asperezas de la convivencia de aquellos dos hombres. Pareció traer la paz consigo, pero, tras un tiempo, hubo preferencias y el capitán, lobo de mar solitario, acababa enfrentándose a sus dos compañeros de viaje. En cada puerto que atracaban, se sumaba un nuevo acompañante hasta que, finalmente, la tripulación quedó gobernada por una aparente calma en la que todos mantenían relaciones basadas en la diplomacia, unos más que otros. El barco pareció envejecer, los hombres manifestaban la falta de afecto con rudezas y el hermoso velero de blancas velas, pasó a ser un navío más maltratado por las olas y de belleza ya cuestionable. Pero el diablo no quedó satisfecho con su obra.

Atardecía sobre costas italianas cuando una joven se presentó sin autorización en cubierta. Pedía, como todos, embarcar. Los recelos del capitán le llevaron a un primer rechazo, pero había algo en aquella mujer que le obligó a aceptarla. “Será temporal”, afirmó ella con los ojos iluminados por la cálida luz de aquel atardecer. La paz que transportaba la dama consigo fue transmitida de inmediato a los componentes de aquella tripulación, ahora ordinaria y ruda, carente de compañía femenina. Acostumbraba a sentarse en cubierta mientras leía u observaba con serenidad el oleaje. Pronto hizo efecto el hechizo femenino sobre el capitán, que la satisfacía elevándola al rango de reina. Otros también cayeron en el hechizo, aunque la embriaguez del capitán no era comparable a la que ellos sentían. Sin embargo, los más agudos veían en ella a una sirena que hundiría el barco con su tripulación.


Pasaron  meses tras la unión de aquella mujer a bordo, un año, dos. La visita temporal parecía alargarse y el barco pareció rejuvenecer, volvía a tener el vigor y la elegancia que lo habían caracterizado, pero esta vez era mayor el enigma que lo rodeaba. El capitán se sentía de nuevo así, más joven, más fuerte, más capaz. Se decía a sí mismo que era la mejor decisión que había tomado en ese tiempo y agradecía a la suerte la presencia de aquel ser divino. Pero, como todo hombre excéntrico, el destino del dueño de aquel navío estaba en manos del infortunio. El desembarco tuvo lugar en costas asiáticas y exóticas y la despedida de la bella dama tuvo un regusto amargo y doloroso, que ardía en su pecho. Un ardor que congeló su corazón e hizo del capitán un hombre decrépito, sumiendo también en la decadencia el casco, las velas, mástiles, timón y todo elemento que componía la nave. La tripulación iba desembarcando conforme el futuro de su aventura se avecinaba negro, desapareciendo. Temían hundirse en lo que ya veían como un ataúd flotante que abrazaría sus cuerpos arrastrándolos al fondo de aquellas aguas tenebrosas. De nuevo, solo el capitán quedó a bordo. Una tormenta se dibujó en el horizonte y, sin temor, avanzó hacia el ojo del huracán a sabiendas de su destino. Su fin, sepultura de espuma y sal, el diablo jugando entre los restos de madera en el fondo del frío océano. 

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