Play


Le doy al play y la lista de reproducción comienza. Los arpegios de una guitarra de fondo, nunca iguales. Una voz melódica y suave y palabras más bellas que la música que las acompañan.


¿A dónde van las decisiones que no tomamos? Los “y si”. Los pensamientos que mueren al  final del día. Los recuerdos. El pasado. ¿A dónde van todas esas palabras que callamos? Los sueños frustrados, las esperanzas perdidas, los planes no cumplidos. Las personas que no se cruzan en nuestro camino, aunque estaban predestinadas a hacerlo, por un giro brusco en el sendero de nuestras vidas. ¿Y las personas que estuvieron una vez y que forman ahora parte de nuestros recuerdos? ¿A dónde va la infancia? ¿A dónde la juventud? ¿A dónde va lo que olvidamos? Las palabras que una vez dijimos y ahora no sentimos. Los “te quiero” ahogados, los “te odio” en una mirada. ¿Acaso nunca llegan a ser algo? ¿Acaso lo fueron y ya no lo son? ¿Acaso siguen siéndolo pero las ignoramos? Lo pasado, lo presente y lo futuro, todo tiene un sentido y se debe saber mirar a cada uno de ellos en el momento adecuado para convertirlos en una poderosa herramienta para la vida.
Una nueva melodía.

¿Y dónde pongo lo que tengo? ¿Dónde guardo lo que he hallado? Si lo coloco aquí quizá se pierda; aquí, quizá me lo arrebates; aquí puede que lo olvide. Si lo pongo a la vista pueden dañarlo, si lo escondo nunca lo verán. Si lo protejo siempre correrá el riesgo de verse perjudicado, si lo muestro puede no agradar, o agradar tanto que levante envidias y desprecios. ¿Qué hago ahora conmigo, contigo, con lo que me hace y con lo que aporto a los demás? ¿Dónde lo sitúo? Los recuerdos, experiencias, sentimientos, ideas, principios.

Un cambio brusco en la poesía.

Un hombre piensa a una mujer, casi la palpa. Siente su cálido aroma muy cerca, demasiado cerca. Aquel vestido que le da un aspecto discreto y cargado de sensualidad. Hace calor. Unos ojos que se posan con inocencia, atención, pero un brillo de picardía casi imperceptible. Es intangible y eso la hace más atractiva.

Mejor cambiamos de tema.

¿Qué pasará con todo cuando llegue el final? El final del viaje. ¿Podremos cargar con el saco de las riquezas ganadas? No riquezas materiales, no ese tipo de riqueza. El tesoro que regalan los años. ¿Se hablará de nosotros una vez nos vayamos? Creo que todos nos preguntamos si seguirá sonando nuestro nombre cuando nuestros cuerpos ya no caminen por la senda de la vida terrenal. ¿Servirá el viaje para hacer historia en los corazones de los que se han cruzado con nosotros? Es algo a lo que no podremos responder, pero sí podemos tratar de asegurarnos de que así sea.

Pero si lo hacemos, es preferible que se nos recuerde por buenos actos. Nunca con odio, aunque es inevitable despertar este sentimiento en algunos corazones contaminados por la desdicha de no conocer la admiración, la desdicha de la envidia como forma de alabanza. Esos mismos corazones son los que acabaron con grandes personas que permanecerán en la historia y que abandonaron este mundo antes de hora. O no, quizás tuvo que ser así para que se les nombrara en los libros de historia. 

A pesar de todo, demasiados corazones están sucios y enfermos y se acaba con aquellos limpios de malas intenciones. Aunque este tema está ya aborrecido en esta ventana por la que le hablo al mundo.
Es esa manía humana de imponer lo propio a lo ajeno, la manía de convencer de que lo nuestro es mejor que lo del prójimo. Aferrarnos a una razón que quizás no tenga sentido, aferrarnos a nuestros errores considerándolos éxitos en lugar de aprender de ellos. Temer que esos sean descubiertos, no por los demás, sino por nosotros mismos. Buscar la decepción en todos ellos, en lugar de perdonarnos y asumir que muchos de ellos son necesarios e inevitables. La necedad de pensar que vivir no es errar. La moral nos impone a veces la corrección en nuestros actos, cuando romper las reglas no siempre es algo negativo. Y vuelvo al tema de antes, moriremos como hemos vivido. Se nos recordará justamente por eso. Se nos convida a cumplir con principios que quizá no vayan con nosotros, a creer en el destino, al adoctrinamiento. Todos grises, todos iguales. A clasificarnos en un bando u otro, o en un término medio de ambos. Se nos amenaza con ese etiquetamiento. Quizás soy yo la necia al pensar que se puede pertenecer a diversas ideologías sin quedarse con ninguna, creando la propia y dando una nota de color a la monotonía de los rebaños de ideas. Por pensar que es posible alejarse de tanta mierda.

Y es que estas palabras siempre van acompañadas de música, de canción. Y siempre suele ser la misma voz mi compañera, los mismos versos. ¿Qué haríamos sin música? Creo que es una pregunta gastada, que leemos ya sin prestar gran atención a lo que conlleva. Es una forma de expresión y me atrevo a decir que la más cercana. Melodía que puede o no ir acompañada de letra, palabras que pueden arroparnos o desabrigarnos. Notas que pueden dárnoslo todo o arrebatárnoslo en un momento de debilidad. La compañera de alegrías y de llantos. Que golpea o acaricia. Compañera contradictoria que abre cicatrices o sana heridas. Compañera que trae de la mano lo más profundo de nuestro ser, que hace aflorar lo que no consigue desenterrar nada ni nadie. Ni tan siquiera nosotros mismos. Despierta nuestro lado creativo, nuestro lado agresivo, el sentimental, el positivo o el odio. Trae consigo nombres, rostros, vivencias. Un momento, una mirada, un beso, un te quiero. Tanto en algo que nos resulta casi imperceptible, algo que no valoramos, pues nos rodea a diario y lo convertimos en algo rutinario. Hasta que un día nuestro yo interno se despierta y decide que estaría bien prestar atención a lo que entra por nuestros oídos. Y caemos en la maravilla que supone el poder disfrutar de la música, desde el “do” hasta el “si” y desde la “A” a la “Z”.

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