Verde


El sol se ponía por el horizonte, iluminando de soslayo las laderas verdes de aquel páramo. La hierba brotaba con brío, poderosa, húmeda, fresca, albergando en la tierra el rocío que se había deslizado hasta allí por sus briznas. La niebla amenazaba con caer, plomiza, una vez la luz diurna se hubiese extinguido, plagándolo todo de un aire enrarecido y denso, que se pudiese mascar.

El frío calaba su ropa mientras estaba allí sentado contemplando el atardecer. Escocia siempre le había llamado la atención y allí, en medio de la nada aparente, se sentía a gusto. Se buscaba a sí mismo constantemente sin hallarse, pero aquel lugar no albergaba tan solo silencio, sino también aquella parte de su alma que tanto había añorado. Sintió la necesidad de pintar de nuevo, de plantarse frente al lienzo y dejarse embriagar por el penetrante olor de los óleos. Recordó sus ropas manchadas de diferentes colores, inutilizables, impregnadas de aguarrás. Era un recuerdo cálido, agradable. Decidió que podría acompañar el momento álgido con gaitas, como en esa música celta que tanto le gustaba. Pintaría los acantilados, las praderas, los atardeceres, los transformaría, mutaría las formas. Estaba decidido a ser el dios de su propio mundo, una creatividad que le permitiese cambiar a su antojo, remodelar, destruir y erguir sobre las ruinas de lo demolido.

A lo lejos, vio algo acercándose a gran velocidad mientras el sol mostraba sus últimos rayos sobre el horizonte. No imaginó que la oscuridad se cerniría sobre él de forma tan abrumadora, como un telón de plomo que parecía asfixiarle en un lugar en el que nada podía ya atisbarse. De pronto una brisa. Si le hubiesen pedido que describiese con palabras aquel aire que había azotado su piel, que se había colado por un instante en sus pulmones, que lo había invadido sin pedir permiso, no sabría hacerlo. Sintió una calidez distante, anhelo, sentimiento, sobre todo esto último. Las emociones que lo sacudieron eran tales que la fuerza creativa que había sentido aquella tarde se había intensificado, convirtiéndose en una necesidad casi animal. Pronto empezó a distinguir perfiles, matices, brillos plateados en la hierba antes verde y dorada. La niebla comenzó a deslizarse conforme aquel aire extendía sus brazos sobre el páramo. No sólo lo visual empezó a dibujarse ante él, sino también sonidos de todo tipo. Grillos, algún sapo despistado. Una luciérnaga, otra, como si un pincel invisible las dejara  caer casualmente en aquel paisaje. Su mente no podía comprender cómo, tras aquella oscuridad, se había ido definiendo todo lo que ahora estaba al alcance de su torpe vista. No creía en nada sobrenatural o espiritual, creía en el hombre y, a veces, ni eso. La luna apareció pronto en un cielo sin estrellas, lejana, pálida, como nunca la había visto. Y, así, sucesivamente comenzaron a brillar las estrellas, como bombillas que se acomodan en su rosca, parpadeando en la lejanía, en un universo de infinito desconocimiento.

Pudo observar a lo lejos una especie de remolino. Podría asegurar con certeza ciega que aquel aire que ahora se arremolinaba había sido el causante de tan bello paraje. Del remolino apareció una silueta, femenina quizá. Sus perfiles eran aún inciertos, imposibles de asociar a algo en concreto. La silueta se definió poco a poco, tornándose algo bello y ¿vivo? No fue consciente de que se acercaba a él hasta que la tuvo delante. Era una mujer, de apariencia joven. No era bella, pero la armonía de su rostro resultaba agradable. Lo único inquietante era su mirada. Sus ojos eran de distinto color, uno de ellos era negro como la noche y, el otro, de un azul cristalino, como el cielo de la mañana. Lo miraba atentamente, sin mediar palabra, analizándolo.

-          ¿Quién eres?
-          Eso no importa. ¿Quién eres tú?
-          Un humilde pintor disfrutando de sus vacaciones de verano.
-          Ese humilde esconde más arrogancia de la que quieres transmitir – la mirada bicolor permanecía fija en la suya.
-          ¿Quién eres?
-          Soy quien firma esta estampa – extendió un brazo e hizo un amplio gesto recogiendo el paraje a sus espaldas.
-          No alcanzo a comprender.
-          Ni lo harás, no hay respuesta para una mente tan simple. Más bien, no hay respuesta para tu mente, quizá la encontrarás en el sentimiento. Por desgracia los humanos no sabéis sentir sin contaminarlo todo.
-          Soy artista, de sentir sé algo.
-          No, no sabes. No insultes a quiénes de verdad sabemos hacerlo. Vosotros no creáis, destruís a vuestro paso. Plasmar con una paleta en un pedazo de tela, componer en un piano o deslizar sobre un papel historias es lo más parecido al sentimiento que conocéis. Pero eso no es ni la más mínima parte del sentir, el amor os acerca un poco más, pero soléis contaminarlo con una razón venenosa, una lógica gris.
-          ¿Qué quieres decir?
-          Que castigáis al impulsivo, al romántico. Vuestro mundo no se creó para anhelar, no se creó para la fantasía. Todo tiene una parte racional, lo fantástico no tiene cabida y lo asesináis con nuevas teorías. Puedes sentirte afortunado de haber visto lo que has visto esta noche.
El silencio no fue total debido al murmullo de las criaturas nocturnas que allí se escondían. La mirada continuaba fija en él, reprochando su presencia.
-          ¿Qué eres?
-          Soy una ninfa. Ahora intentarás aniquilarme con tu razón, con teorías que demuestren que no existo, que soy antinatural. Vosotros lo llamáis fantasía y lo plasmáis en historias imposibles. Los que nos vieron y entendieron nuestra existencia decidieron mostrar al mundo nuestro universo como algo mágico. Lo diferente e incomprensible asusta, es una forma de protección.

La solemnidad de aquel ser le infundía una especie de miedo que lo paralizaba. No sentía necesidad de comunicar a nadie la existencia de aquella mujer, ninfa o lo que fuera y ella pareció leerlo en sus ojos. Con seguridad, la ninfa dio media vuelta y caminó en dirección opuesta perdiéndose en el páramo, acompañada del sonido de la noche, confiando en la discreción de aquel humano.


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