Escuela


Es cuando las cosas van mal, cuando aparece el dolor, tanto físico como emocional, cuando nos percatamos de la calma que gobierna normalmente nuestros días y que se ve perturbada durante un tiempo que, en un principio, queda indefinido ante nuestros ojos. Y mientras agonizamos, en silencio o no, pensamos en lo que añoramos esa calma que precedía al sufrimiento. Pero todo pasa, o si no lo hace, acaba con nosotros, así que cuando vuelve la ausencia de preocupaciones e inquietudes, la recibimos como una medicina y es, entonces, cuando nos reprochamos el no valorar esa sensación de bienestar. Así somos, así es el ser humano en general, salvo contadas excepciones, claro está. Y, casualmente, esas contadas excepciones no alardean de su capacidad para valorar, callan y disfrutan. Siempre he pensado que aquél que habla con constancia de la felicidad es porque carece de ella o ignora cómo alcanzarla. Cuanto más amplia es la sonrisa que tratamos de mostrar a los demás, mayor es la pelea interna que tiene lugar en nosotros, mayor la perturbación. Cuanto peores y más vacíos son los tiempos que corren, mayor espacio ocupa la felicidad en nuestros discursos. El que sonríe al cielo, que no se oculta, pero no alardea, es, quizás, quién conozca la felicidad en profundidad. Y, ¿por qué hablar de ella como algo perpetuo? No, igual que la tristeza, la preocupación, el miedo, es un estado pasajero. No es algo que se quede, que sea imperturbable. Si así fuera, no la buscaríamos, vendría sola. Aceptar las cosas que ocurren irremediablemente y luchar contra aquellas que tienen solución es lo que, en mi opinión, nos lleva al bienestar, a vivir enseñando a crecer a nuestro interior, a hacernos más sabios y observadores, capaces de desarrollar una visión crítica con nuestras situaciones que nos fortalece conforme avanzamos en el tiempo.

Proponernos metas y cumplirlas nos lleva a la satisfacción con nosotros mismos, pues las cosas que están en nuestra mano, debemos hacerlas depender únicamente de nuestra persona.  No debemos arrastrar a otras personas en nuestras decisiones. Quizás, al principio, necesitemos motivación de esa gente que nos ha llevado de la mano desde los primeros pasos, pues somos humanos y nadie nace sabiendo, de la misma manera que no todos tenemos la misma fuerza para determinadas cosas y siempre tenemos un pie del que cojear. Pero al final, la sensación de conseguir las cosas por uno mismo, esa independencia o libertad, como prefiera llamarse, proporciona un sentimiento de plenitud. Te hace valorar más tus capacidades y te ayuda a conocer tus límites. El conocimiento de uno mismo es lo que nos lleva a comprender el resto, a enfrentarnos a ello sin complejos. Comprenderse y aceptarse, esa es la clave. Y quererse, ante todo no menospreciarse y saber que, aunque diferentes, todos somos iguales en derechos y deberes.

La envidia, ese pecado capital que tanto corroe nuestras almas en el siglo en el que vivimos. ¿De dónde nace si no es de la inseguridad y de la incapacidad de aceptarnos tal y como somos? En apariencia, todos mostrarán algo que será mejor que lo nuestro, pero nos cegamos con ese algo e impedimos a nuestra mente hacer un análisis completo, tanto de lo bueno como de lo malo. También digo que, aquéllos que muestran una aplastante seguridad, muchas veces utilizan esa fachada como escudo. El que utiliza la vanagloria en voz alta no es, sino, para convencerse de que eso que dice es cierto, pues no lo siente como tal. Hablar en voz alta da credibilidad a nuestras palabras, más que escucharse internamente. Y es fácil distinguir a esta gente de entre los otros, pues sus palabras desprenden jactancia al ser emitidas y no llegan seguras a los oídos de aquél que ha sabido adquirir esa visión crítica de la vida.

El transcurso de nuestros días no es otra cosa que un constante aprendizaje, hay algunos que se niegan a adquirir conocimientos y viven estancados y otros que deciden seguir la doctrina de la vida. Creo que me repito, pero ocupa mi pensamiento con cada nueva experiencia, tanto positiva como negativa, con cada cosa que queda atrás. Es un tema constante y, creo no equivocarme al decir que no sólo lo es en mi mente.

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