Apariencias
La
taza de café llevaba la imprenta roja de sus labios. Desde aquella cafetería se
podía ver el arco y a la gente paseando arriba y abajo por los Campos Elíseos.
Bolsas de tiendas de lujo moviéndose de un lado para otro, compras navideñas
adelantadas, aún estaban a principios de diciembre.
El
recinto era acogedor y ella reía mientras seguía atentamente con la mirada a
los viandantes luchando contra el frío. Su hermana, tan bella y a la vez tan
desquiciada. Su excentricidad la había convertido en un ser cuya lucha interna
había acabado con su endeble salud mental. A veces dudaba si el hedor de los
óleos que constantemente empleaba había tenido algo que ver en su
desequilibrio. Recordaba que cuando eran niñas jugaban a todo tipo de cosas
inimaginables y la artífice de todo era ella. Su capacidad para crear y
destruir cosas sobrepasaba cualquier límite, incluso el suyo propio. Se creaba
y destruía a sí misma constantemente, día tras día, con cada pintura, con cada
pincelada. Era un ser libre y fuerte, ignoraba todo lo que tenía que ver con el
rebaño, con aquellos que se comportaban como ovejas sumisas a las órdenes de su
pastor. A pesar de todo, la admiraba, admiraba la facilidad con la que se
evadía de un mundo enfermo de rutina y ambiciones egoístas carentes de respeto.
Ella con su mente infinita era feliz, o al menos lo aparentaba, en la burbuja
terrestre. Por el contrario a ella, a la inocente y dulce, su trabajo y su vida
matrimonial le impedían dicha evasión. No tenía tiempo ni de coger un libro.
Por ello, la admiración a veces se transformaba en envidia y, aunque siendo la
mejor de ambas en apariencia, había llegado a traicionar la lealtad de su
hermana con pequeños hurtos. A veces, éstos se metamorfoseaban en
suplantaciones, intentando imitar o, mejor dicho, superar a su hermana. En
condiciones normales, jamás hubiera llegado a los extremos a los que llegaba
con ella, pero era tanta el ansia que sentía por igualarla, que su moral
quedaba a un lado contaminada por la envidia.
La
otra ignoraba consciente o inconscientemente, más bien lo segundo, los
frustrados intentos de su hermana y la quería tal cual era. No obstante,
prefería evitar su compañía, era demasiado realista y se ceñía en exceso a las
normas, pero no a las suyas, sino a las de los demás. Los numerosos galones que
se colgaba diciendo saber ignorar a la plebe desviando su cauce hacia otros
mares, no eran más que papel, falsas medallas que ella misma creaba sin éxito.
Tampoco deseaba que su hermana fuese como ella, eso contaminaría su
exclusividad y no había nada en el mundo que aborreciera más que la gente que
trata de seguir a aquellos que se desvían del resto para poder levantar una
pancarta con la palabra originalidad en mayúsculas. Eso los hacía más
ordinarios a su parecer. No la envidiaba, tampoco intentaría ser como ella,
pero sí admiraba su capacidad de trabajo y su espíritu de superación. Ella
vivía estancada en un mundo propio, lejos de las metas que marcaba la sociedad.
Quizás si ahondáramos más en su persona, descubriríamos que su cordura es tal
que llega a parecer lo contrario.
Lo
más curioso es que cualquiera que las viera sentadas la una frente a la otra,
apostaría su objeto más preciado a que eran exactamente idénticas. De hecho lo
parecían, gemelas, dos gotas de agua. Y como dos gotas de agua, diferentes
cuando las observas más de cerca. Las apariencias engañan, suele decirse. Y los
tópicos populares se equivocan con sus etiquetas y fallidos intentos de
clasificación.
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