15. Luminiscencia
Me gusta la luz, pero no hablo
tan solo del concepto físico de la misma, sino la que emiten algunas personas,
algunos momentos. Adoro esas sonrisas imperfectas que te calan el alma, las que
ves cuando estás sumido en la más profunda oscuridad y se convierten en la guía
que te muestra la salida. Esas sonrisas con vida, luminiscentes. Las que hablan
en silencio, que llegan a los ojos, que no se estudian, naturales.
Me gustan las voces tranquilas,
las alegres, graves o no. Las voces conocidas que susurran palabras brillantes,
las familiares, las que se acompañan de una mirada sincera. Y las miradas que
parecen estrellas, que se desnudan sin recato, sin barreras ni prejuicios. Las
miradas de manantial, puras y sin recelos, que brotan a través de los ojos y se
derraman en los tuyos. Me gustan las miradas luminiscentes.
Me gustan los abrazos, los de un
amigo sincero, los de una pareja entregada, los de un padre, una madre, un
hermano. Los abrazos que te cubren como una manta en invierno y te hacen
vibrar. Los abrazos bien dados que te sacan el miedo del cuerpo, que te dan
calor cuando se te congela el alma. Los abrazos con luz propia, esos son los
que me gustan. Y que me cojan de la mano
por sorpresa, ese ligero apretón que, sin palabras, dice “estoy contigo”.
Me encantan esas conversaciones
absurdas, profundas, cómicas, serias. Esas conversaciones cuyo hilo se va
tejiendo solo, sin ser empujado, sin necesidad de ser forzado. Las
conversaciones que trascienden, en las que aprendes, las que cambian tu
perspectiva o la afianzan más. Las conversaciones en las que la tolerancia se
gana un hueco y te sientes capaz de estudiar los puntos de vista de los
participantes manteniéndote en el tuyo, enriqueciéndote. Los hay que afirman
que la riqueza interior se gana a base de conocer mundo, de huir, de trotar por
ciudades que no habías pisado hasta el momento. Y no lo niego, pero la riqueza
no está por necesidad a kilómetros de distancia. Muchas veces, está en tu
vecino, en esa persona a la que jamás te has parado a escuchar, a entender. A
la que jamás le diste una oportunidad. Por eso adoro conversar, largo y
tendido, enfrentar ideologías para aprender de todas ellas, tratar de ponerse
en el lugar del otro abre la mente y mata a la ignorancia y al odio que esta
conlleva. Me gustan las conversaciones que arrojan luz, la luz del
entendimiento.
Y adoro esos momentos que, ya
bien sean íntimos o no, brillan. Esos momentos en los que sientes que lo que te
rodea no importa, en los que te sientes único, indestructible. No nos
engañemos, todos tenemos debilidades e instantes de flaqueza. Momentos en los
que nada puede detener tu mundo, o ponerlo en marcha de nuevo, en los que,
independientemente del tiempo que corre en el reloj, te sientes dueño del tuyo
propio y crees poder controlarlo. No importa la naturaleza de los mismos, quien
te acompañe en ellos, no hay un patrón que los marque o que anuncie que lo que
viene a continuación se va a convertir en algo mágico, que se perpetuará en tu
memoria con una nota de luz. Un recuerdo luminiscente en el enorme archivo que
forman en tu cabeza las vivencias y enseñanzas.
Y las sorpresas, me entusiasman.
La ilusión infantil al descubrir lo inesperado, la inefable sensación que
genera que te asalte lo que no estaba planeado. El interés que se imprime en el
acto de sorprender. En cada sorpresa se lee un “me importas” o un “te quiero”.
Suelen decir que algo tan complejo como el querer se demuestra con actos y no
sólo con palabras. Bien, pues creo que las sorpresas brillan y en sus destellos
se refleja el interés y el cariño.
Me gusta la luz, pero no hablo
tan solo del concepto físico de la misma, sino la que emiten algunas personas,
algunos momentos. Ahora ya sabéis de qué hablo si os digo luminiscencia.
Dedicado a C.R.P.
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