16. Iridiscencia


El otoño tiene esa peculiaridad nostálgica que no deja indiferente. Invita a la melancolía y llena de oro los parques. Aquel no podía ser menos y su suelo crujía al paso tranquilo de un par de piernas distraídas. Una enorme burbuja se cruzó en mi camino, obligándome a frenar para no acabar salpicado por su jabón. Flotaba, ingrávida, brillante, frágil, iridiscente. Su artífice se encontraba a escasos metros, jugando con un enorme recipiente lleno de agua y jabón, rodeado de niños tratando de explotar la pompa más grande.

Para algunos pasó desapercibida, pero a mí  me trajo a la memoria aquella portada de Pink Floyd y comencé a tararear sin pudor la melodía de “Money”.

Aquella pompa de jabón me despertó de mi ensueño, me arrancó de mis pensamientos con el brillo de su iridiscencia. Los colores de su jabonosa superficie me recordaron a aquella fotografía que aún no había borrado de mi memoria. Una sonrisa, una mirada y un arcoíris enfatizando el gesto, llenando la imagen de una calidez no planeada. Me asaltó el recuerdo distante de su presencia, del momento en el que me armé con la cámara y arranqué por sorpresa una sonrisa en su rostro.

Solía hablarme de luz, de colores, para describirme el mundo desde una perspectiva diferente. Veía, escuchaba, leía colores. Ella lo llamaba sinestesia, yo no le ponía nombre, tan sólo me fascinaba escuchar sus descripciones en las que todo se componía de un color. Los nombres, los números, las notas musicales. “Esta canción es tirando a azul” me decía. Y yo reía para mí al verla convencida de su afirmación, incapaz de escuchar más allá de un puñado de notas. Estaba loca, pero no más que yo por ella.

Su afición a vivir montada en un arcoíris no se reducía al cruce de sentidos que tenía lugar en su cerebro, sino que trascendía más allá. Afirmaba que cada persona tenía asociada una combinación de colores que solía despertarle un sentimiento más o menos agradable. Lo más curioso era que dicha combinación de colores y su reacción inmediata coincidían con la relación que mantenía con el individuo. Igual era su subconsciente el que la empujaba a relacionar ambas cosas o, igual, tenía un sexto sentido o una visión más compleja. Poco me importaba, en realidad. Me fascinaba su mundo interior, su riqueza emocional, su habilidad para sorprenderme.

Cuando le preguntaba acerca de mi color, siempre contestaba con una sonrisa pícara, con un brillo en los ojos que delataba cuánto le divertía aquel juego, involucrarme en su mundo con la ignorancia por delante. Su respuesta siempre era la misma: iridiscente. “¿Por qué?”. La primera vez que escuché de sus labios aquel concepto, me desconcertó, no muy seguro de saber lo que significaba. “Sí, iridiscente”, respondió a mi expresión confusa. “Cada color despierta algo. El azul, calma; el rojo, fuerza; el amarillo, vitalidad. Tú los reúnes todos, pues consigues despertar en mí todas las emociones posibles, desde la alegría más plena a la ira más irracional. Me haces sentir viva, contigo sufro, soy feliz, muero de celos o me despiertas una empatía que creía imposible en mí”.

Habré escuchado mil veces el mismo discurso, pero jamás aborrezco sus palabras, el brillo en sus ojos al pronunciarlas, la sonrisa de resignación cuando formulo un por qué cargado de intenciones. Adoro su aparente falta de cordura, su abstracción del mundo gris de Ende. Ella es Momo, es una niña encerrada en un cuerpo de mujer. Y me encanta. Hace ya un tiempo que decidí romper la fórmula rutinaria para arrancarle las palabras que le devuelven ese brillo infantil a su mirada. Hace ya un tiempo que, como un niño que pide un cuento para dormir, le pregunto por el discurso de la “Iridiscencia”. ¿Y ella? Ella me consiente mientras me acomodo en su regazo.

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