17. Inmarcesible
La fotografía amarilleaba con el
tiempo. La miró largo y tendido y sintió, más que nunca, su ausencia. Las
facciones del retrato, de porcelana, sin marcas de edad. Aún podía recordar
cuando sonreía con su cara de niña traviesa y su diastema asomaba entre sus
labios. Tras años y años sobre su espalda, su sonrisa seguía siendo la misma.
Con arrugas, marcas de expresión, con las cicatrices que la edad surca en el
rostro, pero la misma al fin y al cabo. Los años y las experiencias no habían
enturbiado su mirada, que lucía como en la foto la última vez que la vio. Su
entusiasmo no se había marchitado y su fuerza, aunque había flaqueado,
aparentemente, no se había marchado. Ni con lo que tenía encima, ni con un
millón de tubos rodeando la camilla. Aún con la muerte pisándole los talones,
no se hundió su jovialidad al recibir visitas. Su último cumpleaños en familia,
con el peso plomizo de la catástrofe apremiante, se iluminaba con sus
exclamaciones de júbilo al recibir una nueva sorpresa.
Sintió que nunca había valorado
lo suficiente el tesoro que la había acompañado en los momentos más difíciles,
en los más alegres o en los más tontos. Sintió que nunca había valorado lo
suficiente el tesoro que tenía, ni ella ni nadie. Cuando alguien se marcha es
cuando lamentas todo lo que no hiciste, procrastinando. Somos así de necios.
Sabía que, en el fondo, no podía reprocharse su conducta. Sus actos
profundamente desinteresados, su egoísmo altruista por complacer a la persona
que más había querido. Se le escapó una lágrima al recordar las tardes en las
que, para satisfacción mutua, salían a tomar un café en alguna cafetería de
renombre. Las risas y los comentarios jocosos. ¿Su mejor amiga? No, eso se
quedaba corto. Su confidente, la mano que se le tendía en los momentos de
debilidad. Incondicional y, ahora, ausente. Para siempre. Tan sólo tenía un
saco de recuerdos y fotografías, objetos personales. Insuficiente, pensó.
No obstante, su presencia no se
había desvanecido, seguía allí. En los muebles que había tocado, en las fotografías
que habían retratado sus sonrisas tras el paso de los años, en los recuerdos
que compartían. Ella era una persona de esas que nunca se marchan; de las que
no se marchitan aunque las más crudas experiencias hagan mella en su alma; de
las que siempre tiene una palabra acertada en el momento justo. Cómo echaba de
menos esas sentencias suyas. Y que la pusiera nerviosa con su carácter ansioso.
Era una de esas personas buenas, de las que jamás harían daño a una mosca, de
las que se ganan el cariño de todo lo que tocan. Talentosa, fuerte,
independiente. Una mujer con todas las letras, en mayúsculas y en negrita,
subrayadas. Su valentía era silenciosa, de las que no se ostentan. Una valentía
que se descubre al conocerla, modesta, como ella, sencilla. No abandonó sus
pasiones pese a los impedimentos de una edad que le ponía cadenas a sus
movimientos. Su trabajo jamás perdió calidad, sus sencillos placeres la hacían
aún más valiosa, carente de pretensiones. Sonrió al saber, con seguridad, que
había conocido a una de las pocas personas capaz de apreciar las pequeñas cosas
y de gratificarse con la felicidad y satisfacción del prójimo. Sin envidias,
sana, pura.
El orgullo la invadió
arrancándole una sonrisa cargada de lágrimas de añoranza. La foto seguía inmóvil,
con la mirada fija, pero más viva que nunca. No le puso barreras a su sonrisa
ni frenos a sus lágrimas.
Una madre es para siempre,
permanece aunque inicie la funesta marcha que todos tememos. Se queda, te sigue
colocando una mano en el hombro, cálida, de apoyo. Susurra “Yo me quedo contigo
cuando nadie más esté aquí”. Vive en el recuerdo, en los “te lo dije”, en las
experiencias, en el alma. Y es que, una madre, es inmarcesible. Aunque no
esté.
Dedicado a la mía, a mi madre,
que sufre en silencio la partida de la suya.
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