22. Petricor


¿Conoces esa sensación de creer conocer un lugar porque pasas siempre por delante, pero llega un día en el que te decides a entrar y es totalmente diferente a lo que imaginabas? Y te sientes extraño en un espacio que creías asimilado, pero que no conoces realmente. Así era A. Su humor, sus comentarios, mostraban a una persona que difería mucho de la personalidad que encontrabas cuando mantenías una charla a solas.

Llegó a mi vida una mañana de septiembre, en una terraza soleada tomando cerveza con amigos. Me lo presentaron y caí en el error de creer conocerlo. Lo etiqueté y prejuzgué sin adentrarme en el mundo que ocultaba tras el papel que interpretaba al rodearse de gente. Creíamos llevarnos bien, compartir bromas parecía suficiente. No obstante, siempre hubo algo que nos empujaba a buscar la compañía del otro, sin atrevernos a quedarnos a solas por descubrir qué es lo que nos llevaba a ello. La complicidad era mayor conforme el tiempo pasaba, pero nos mirábamos a los ojos con miedo o con vergüenza, tímidos, como dos niños que acaban de conocerse.

La introducción de nuestra historia es insulsa y mediocre, pero no lo era tanto lo que nos unía sin saberlo. La techumbre nos resguardaba de la lluvia intensa que caía formando charcos en toda la calle. La gente corría de un lado para otro sin aparente rumbo, huyendo de la tormenta. El resto del grupo había desaparecido, pero no nos importó. La estación tenía bastante que ofrecer pese a que no tomaríamos ningún tren aquella tarde. Nos sentamos a aparentar que esperábamos a que nuestros amigos, ahora ya comunes, volvieran en nuestra búsqueda, pero tampoco miramos los móviles y la lluvia no parecía querer amainar. Se subió las gafas en un ademán característico suyo, sucios los cristales con gotas que empezaban a secarse. El silencio reinó entre ambos durante los primeros quince minutos, hasta que A decidió romperlo con un comentario distraído, dejado caer. Comenzamos así una conversación que nos descubrió esa parte del otro que no habíamos visto nunca, la que ocultábamos a sabiendas de las consecuencias, conscientes de lo que iba a desatar. Hablamos de presente y de futuro mientras la lluvia caía golpeando el techo. Los trenes llegaban, se quedaban, salían. La gente se despedía, la estación estaba viva. Pero más vivos estábamos nosotros, riendo, poniéndonos serios, sincerándonos. Cuando no te puedes mover de donde estás, obligado por causas ajenas a tu voluntad, la tarde da para mucho. Las llamadas perdidas delataban la preocupación del resto, pero nada nos complacía más que estar allí, sin ojos atentos ni testigos que interrumpieran el momento.

El reloj marcaba las diez de la noche cuando la lluvia dejó de ser un torrente para convertirse en agua ligera. Recuerdo la mano de A tomando la mía, empujándome a la salida mientras decía sonriendo que me invitaba a cenar. Su humor seguía allí, sus comentarios, pero cuando me abrió la puerta de su mirada sentí que nunca había estado allí antes, no de la misma manera. Las gotas de la llovizna externa me mojaron el pelo y la ropa, ligeramente, obligándome a temblar en una noche de diciembre fría. Recuerdo el olor de las calles a la perfección, su sonrisa, su cara repleta de lluvia, su abrazo al descubrir que tiritaba. Se puso la capucha como tantas otras veces hacía sin necesidad y me envolvió con la facilidad con la que sólo él lo hacía, obligándome a sentirme diminuta entre sus brazos. Me dejé hacer satisfecha, ansiosa de que llegara ese abrazo, deseosa del siguiente paso.

La atmósfera se impregnaba del petricor causado por la tormenta, un olor cada vez más intenso, cada vez más agradable. Cuando me tomó por la barbilla me puse de puntillas y él hizo el resto. El beso fue largo, tierno, húmedo por las gotas que resbalaban por su rostro. Sabía a todas las cosas que nos habíamos dicho aquella tarde, olía a lluvia, la banda sonora la puso su respiración agitada y los coches que rodaban sobre el asfalto mojado. Mientras, mi mano sobre su pecho palpitaba al ritmo de su corazón, acelerado. La otra, le revolvía el pelo. Sonrió como nunca antes lo había hecho y susurró en mi oído una sola palabra antes de ponernos en marcha de nuevo: petricor.

Dedicado a V.P.C.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Sueño de una noche de verano - Serena

29. Alba

Anhelo