21. Nefelibata


Ella se abstraía del mundo, se marchaba a otra parte, fijaba la mirada en el polvo y se iba. Viajaba a mil lugares sin nombre, descubría nuevos sitios donde nadie había estado antes de la misma forma que ella. Te miraba con la insolencia de una niña consentida, lo que era, cuando se lo reprochabas. Lloraba con las películas de los sábados por la tarde y luego confesaba que las odiaba, pero volvía a caer. Sin embargo, nunca lloró en nuestras múltiples despedidas.

Ella leía, devoraba libros sin piedad, uno detrás de otro. Se comía las estanterías de las bibliotecas con los ojos mientras su mente aullaba sed de letras. Escribía párrafos en un cuaderno, párrafos cuya profundidad daba vértigo al asomarse. Pero jamás dejaba que los leyeras. Su descuido, no obstante, ponía en peligro su intimidad.  Había versos rotos derramados, sin sentido, pero de belleza infinita. Había garabatos absurdos en los rincones de las páginas, sentimientos plasmados en los trazos que los formaban.

Ella hacía el amor por la tarde, cuando caía el sol. Se entregaba como si fuera siempre la primera vez. Luego se vestía y sonreía con picardía mientras se abrochaba el botón de los vaqueros. Sus besos creaban adicción y siempre se iba sin dar el último, cerrando la puerta del coche, de casa, en tus narices. Nunca sabías cuándo iba a volver, pero siempre lo hacía. Se colaba por la ventana, siempre entreabierta para ella, y te sorprendía las noches sin luna. Se acurrucaba en un rincón de la cama y se abrazaba fuerte, la oscuridad la asustaba como a un niño. Y dormía, porque decía que las noches son para dormir.

Ella se escapaba con su cámara por callejuelas estrechas, jugaba con la luz, retrataba sin aviso. Pedía sonrisas y se largaba sin pagar. Sin embargo, me pagaba los cafés a los que nunca me dejó invitarla en aquellas largas tardes de invierno. Hablaba de política sin tener ni idea, creaba utopías, se recreaba en lo imposible. Le gustaba que le hablaras de historia y atendía, ávida de conocimiento, empapándose de todas y cada una de las palabras que escuchaba.

Ella comía sin recatos, se manchaba las manos y las comisuras de los labios, se chupaba los dedos si algo le gustaba. Le encantaba el chocolate, pero el dulce la aburría. Comía hasta saciarse y luego sonreía, satisfecha. Bebía gin-tonic seco, le encantaba el tequila con limón y sal y la Fanta de naranja. Adoraba la cerveza y probaba mil variedades, arrugando la nariz si estaba demasiado amarga, pero siempre repetía. Tomaba leche caliente antes de dormir y vino blanco en las cenas románticas. Brindaba con cava en año nuevo y se le sonrojaban las mejillas conforme se le subían las burbujas a la cabeza.

Ella bailaba sin control, bailaba sensual, bailaba como una niña, bailaba riéndose de sí misma. Y gritaba sin afinar ni una sola nota cuando ponían su canción favorita. Escuchaba música de todo tipo y la sentía toda por igual. Nunca me atreví a bailar con ella.

Ella se enfadaba a menudo, era borde e irascible. Decía cosas de las que se arrepentía y se equivocaba en sus sentencias. Era sarcástica cuando se molestaba y cuando no, también. Tenía mal genio, pero se le pasaba rápido el malhumor. Bastaba con un beso en el cuello o con tirar de ella hacia ti, delicadamente, y besarla, abrazarla. Se derretía al escuchar palabras bonitas, pero se hacía la dura, la estoica. Aunque la sonrisa que asomaba por sus comisuras la delataba. Era indecisa, pero tenía claras sus metas. Cuando dudaba era terrible, ilegible, inaguantable. Tenía manías absurdas y costumbres sin sentido, caminaba siempre por el lado derecho de la acera y cruzaba pisando sólo las rayas blancas.

Ella era natural, era auténtica. Vivía en un mundo diferente, en las nubes, creando historias cuando la realidad se le antojaba demasiado fría o insulsa. La vida de los adultos era insípida y le daba color con sus universos paralelos. Estaba loca, era una incomprendida, pero jamás se sentía así. Podía tener conversaciones absurdas durante horas y no decir nada en ellas. O decirlo todo de golpe en una frase breve y concisa. Vivía sus sueños como si nunca saliera de ellos, en una inopia constante. Yo ya no recuerdo llamarla por su nombre, para mí siempre será nefelibata.


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