14. Melifluo


Odiaba el romanticismo, pero se abandonaba en mi pecho cuando la abrazaba. Su mano, pequeña entre la mía, reposaba tranquila en nuestros paseos por ciudades sin nombre. Nuestros escenarios se almacenaban en el recuerdo con títulos de canciones. En los parques y calles a los que acudíamos, guiados por el instinto, tarareaba melodías con las que bautizaba aquellos lugares llenos de magia y vacíos de espectadores que pudieran narrar la historia de nuestras miradas y besos furtivos. Su voz, casi inaudible mientras lo miraba todo con los ojos muy abiertos, era un torrente melifluo de notas suaves y bien entonadas. También eran dulces sus palabras de afecto cuando la miraba eclipsado por sus gestos y su infinita e ilegible ausencia. La música de sus carcajadas, lejos de ser estrepitosa u ordinaria, era alegre y dulce. Tras la dureza de su semblante cuando andaba sola, se escondía un ser detallista y atento, delicado. Toda su fuerza se diluía cuando la tomaba por la cintura, sorprendiéndola, cuando andaba ensimismada en alguno de sus quehaceres. Sus caricias en mi pelo, mis mejillas, mis hombros, mi espalda, eran como la brisa fresca que despertaba mis sentidos, mi deseo de besarla, de retenerla en mis brazos hasta que se quedara dormida.

No sabía bailar, pero se movía con gracia mientras me miraba, suplicándome que la acompañara en su vaivén acompasado por la música que poníamos en nuestro nostálgico tocadiscos de vinilos. Solía regalarle uno cada mes, para que lo convirtiera en la banda sonora que inundara su habitación en mi ausencia, para escuchar luego de sus labios dulces las melodías con las que la obsequiaba. Le encantaban los pequeños detalles y yo, descuidado como era, me eduqué en el detallismo para contentarla, para arrancarle esa sonrisa imperfecta que me obnubilaba el alma y me llenaba el estómago de un cosquilleo inquieto que gritaba “bésala”. Y lo hacía, tiraba de ella y lo hacía, nunca demasiado, para no acostumbrarme al sabor de sus labios. Y ella los entreabría cuando me alejaba, esbozando media sonrisa pícara que me hacía más difícil el resistirme.

El amor me sorprendió un día con su nombre, cuando un simple “me gustas” ya no era suficiente para expresar mi necesidad de ella.

Ella era meliflua, era dulce, la música de las noches en las que la soñaba cuando no estaba conmigo. Y yo, bueno, caía en el juego de Romeo moderno de forma inconsciente, loco, enamorado, ciego, también melifluo, como lo que nos unía.

Dedicado a J.S.B.

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