26. Ataraxia
Se puso las gafas. La goma le
ceñía las sienes y la nariz, cubierta por aquel olor a plástico mezclado con la
sal de sus zambullidas, no tenía oportunidad de tomar aire. No le gustaba el
tubo, le ahogaba aquella sujeción en la boca. Prefería bucear a pulmón y tener
la oportunidad de hundirse hasta el arrecife.
Cuando hubo ajustado las gafas, aseguró las aletas y se sumergió tras coger una profunda bocanada de aire. Solía ir a la isla siempre que podía, preferiblemente en verano, para evitar el neopreno. La sensación del agua acariciando su piel, con la calidez estival nadando entre su espuma, era mucho más agradable. Mientras flotaba, ingrávida en aquellas aguas, mecida por las suaves olas que apenas rompían entre aquellas rocas porosas, sentía la ataraxia. Era capaz de sentirse imperturbable, aislarse de todo lo que sucedía en la superficie, de poner la mente en blanco mientras observaba el paisaje submarino.
Abrió los ojos, a salvo de la
quemazón que provocaba el agua salada, y analizó el entorno. Las rocas estaban
pobladas por cientos de erizos, estáticos a la vista humana. Procuraba no
acercarse mucho a ellos, pues experiencias pasadas le habían enseñado a no
repetirlo. No era un dolor insoportable, pero prefería no volver a pasar por
ahí, sobre todo cuando andaba buscando la paz del lecho marino en la costa
mediterránea. Pececillos de todos los tamaños jugaban entre las rocas y huían
de las sombras que dibujaba su cuerpo. No obstante, los había lo
suficientemente osados como para acercarse a mordisquear las plantas de sus
pies cuando se bañaba descalza. Hoy no era así, de forma que huían de la
amenaza de la intrusa. Sonrió para sí, pensando que jamás haría daño a aquellas
criaturas. Las algas se mecían y arqueaban con las suaves corrientes y una medusa
parecía estar imitando su calma, flotando a su suerte, ondulando su cuerpo a la
par que se desplazaba lentamente.
Armonía. En ausencia del ser humano, allí reinaba la armonía. Aquella cala no solía encontrarse muy transitada, lo que la hacía mucho más especial que el resto. Normalmente, la roca no se antojaba el mejor lugar para tumbarse al sol como una lagartija, para coger color. Ese color dorado que conferían las horas de sol frente al mar, tan ansiado por los turistas.
No sabía cuánto tiempo llevaba vagando entre las rocas, buceando, emergiendo y sumergiéndose de nuevo, entrenando sus pulmones para aumentar el tiempo de cada inmersión. La tarde amenazaba con dejar caer al sol por el poniente. Salió del agua, ya tenía experiencia evitando arañazos. Se envolvió en la toalla, su cuerpo lucía un bronceado natural potenciado por el agua que resaltaba sus formas femeninas. Se sentó en la roca para observar el atardecer, como ya había hecho tantas otras veces. En ausencia de compañía, con el mar como aliado y alivio para sus fantasmas, con la fauna ahora invisible a sus ojos y un enorme sol rojizo cayendo sobre el horizonte, no echó de menos nada ni a nadie. Y se sintió plena, satisfecha, una pieza más de aquel paraíso, un personaje más de aquella historia sin nombre, completa, paciente, serena. Imperturbable.
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