Julio en Viena



El Sol caía con fuerza sobre la capital austriaca. El calor seco de un verano achicharrante obligaba a los cuervos a cobijarse bajo la sombra de los parques encerrados por Ringstrasse. Multitud de turistas paseaban por el anillo en busca de monumentos y calesas sobre las que hacer el recorrido céntrico cómodamente. La ciudad imperial lucía especialmente bella en aquella época del año y se encontró muy cómoda desayunando en el hotel que le había dado nombre a la tarta mundialmente conocida. Arrastrada por la fama de aquel dulce, había madrugado junto con el chirriante tranvía para comenzar el día saboreando la tradición vienesa. No se demoró en exceso, pues quería visitar cientos de sitios antes de regresar a la tranquilidad de su habitación.

El ayuntamiento, o Rathaus como allí lo conocían, ofrecía multitud de conciertos nocturnos en los jardines que lo abrazaban. Pensó que culminar la noche allí sería la guinda que coronaría la tarta que había abierto su jornada. Caminó en dirección a la Ópera y desde allí inició un recorrido por el anillo que le llevó toda la mañana. El césped de los parques, la catedral y las plazas diáfanas evitaban que la sensación implacable de ahogo por calor se agudizara. No solía viajar sola, pero el conocimiento del idioma y la necesidad de huir de los numerosos problemas que invadían su apartamento, la había obligado a coger el primer vuelo hacia Viena aquella misma mañana. Avisar no estaba entre sus planes, tan solo familiares cercanos sabían de su partida. Evitar las preguntas indiscretas acerca de la traición de la que había sido víctima, de cómo se encontraba por haber descubierto aquella situación sucia, algo que creía imposible y lejano o acerca de qué pensaba hacer al respecto, era su principal objetivo. Las fachadas blancas y cuidadas la ayudaban a abstraerse un poco. El parlamento imitando la arquitectura de la Antigua Grecia le trajo a la memoria los recuerdos en Atenas. No dolió, pese a lo que pensaba, sino que le llenó el pecho de la sensación de plenitud que provoca el conocer mundo.

La cuna de la canción lírica estaba repleta de palacios, visitas obligatorias tras el almuerzo. No se demoró mucho en esta tarea y partió, rauda, hacia la “casa de verano” de Sissi: Schönbrunn. Le resultó divertida la búsqueda de la fuente que daba nombre a la majestuosa construcción y la información que se recogía en las habitaciones la ayudó a borrar ciertos recuerdos desagradables. Memoria selectiva, quizá. Desde la colina podía observar la imagen completa del lugar, así como parte de Viena. Poder sentarse allí a pensar era un lujo que creía inmerecido. Pronto la invadió la dicha, permitiéndole sacar el lado positivo de todo aquello. La vida que había planeado, o soñado, se había desvanecido ante sus ojos, pero ahora se abría todo un libro en blanco para escribir en él. Descubrir a qué se habría enfrentado antes de tiempo, la hizo reír a carcajadas, reprochándose cariñosamente la ceguera continua que la había empujado a perder aquel valioso tiempo. No obstante, logró extraer la moraleja del cuento y decidió levantarse para ver lo que había dejado inacabado aquel día.

Stadtpark se había abarrotado de turistas japoneses que buscaban la instantánea con un Strauss dorado. Pero no fue eso lo que le llamó la atención, sino un joven que entonaba con precisión infinidad de canciones, acompañado de una guitarra. El timbre de su voz era cálido y las facciones de su rostro reflejaban sinceridad y buenas intenciones. Miraba al infinito mientras cantaba. Se sentó frente a él y escuchó, pacientemente, los temas que iba desgranando en su guitarra. “Hold back the river” aceleró sus pulsaciones y, sin darse cuenta, comenzó a acompañarlo con la voz. La atención del joven revoloteó sobre ella que, ya sin pudores, cantaba con él formando un bonito dueto. No sabía si entraba en sus planes abandonar tan pronto el emplazamiento en el que se encontraba, pero acabada la canción, se dirigió al banco en el que estaba sentada y en un bonito alemán le preguntó su nombre. La conversación, animada y fluida, los llevó paseando hasta la universidad. Jamás habría imaginado a un guía tan atento y parlanchín, así que disfrutó del recorrido como una niña con sed de historias.

Tras la larga visita, decidieron cenar juntos en uno de los alegres puestecillos que ocupaban la plaza del ayuntamiento. Compartieron un plato de comida griega, bebieron cerveza y tomaron helado, sin dejar de hablar, de reír, de tomarse confianzas impropias en dos desconocidos. La música es capaz de unir más de lo que uno se imagina y el dueto de voces y la pasión que sentían al entonar las canciones que, entre charla y charla, introducían con espontaneidad, lanzaba puentes entre ambos. Aquella noche el ayuntamiento se inundó con las arias de Cavalleria Rusticana y consiguió callar a la pareja que se sentaba en una de las últimas filas.

La vuelta al hotel fue corta, acompañada de aquel joven que aún cargaba con la guitarra y demás parafernalia sin quejarse un ápice. Lamentaron no haberse conocido antes, pues la despedida apremiaba mientras la temperatura bajaba a medida que entraba la noche. La sorprendió con un abrazo sincero, fraternal, un abrazo que realmente necesitaba. Aquel gesto la reconfortó tanto que aún no se había dado cuenta de la enorme falta que le hacía. No supo cuánto tiempo permanecieron entrelazados, en sorprendente silencio y con la respiración acompasada, pero se le hizo exageradamente corto. Sonrieron tímidamente y, entonces, él la invitó a un recorrido privado por la Viena más desconocida para los turistas. Aceptó, con ilusión y con un alivio desconocido aquellos días. La calma que aportaba aquel joven a su huracán interno era la medicina que necesitaba su alma.

Ya en la cama, a punto de caer en un sueño profundo tras un día agotador, sonrió y pensó en las perlas que guarda la vida.” No siempre te empuja, a veces te tiende la mano”, rio para sí. Una nueva amistad que supondría un nuevo comienzo. Se dio la vuelta y cerró los ojos, con una sonrisa y enfrentándose a una noche sin pesadillas, después de tanto tiempo.

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