33. Superfluo
Había crecido entre historias,
cuentos de camas infantiles que esconden moralejas que van más allá de las
frivolidades con las que se disfraza la profundidad de sus enseñanzas. Su
subconsciente había asimilado las palabras que escuchaba tan asiduamente, se
había impregnado de ellas de tal forma que habían pasado a ser parte de su
propio ser, de su moral.
Rebobinando los recuerdos de su
biblioteca interna, siempre colocaba el dedo en el mismo tomo, un ejemplar que
había configurado su persona poco a poco, con la paciencia con la que el viento
erosiona la roca. Los protagonistas eran un anciano y su joven vecino. El joven
gustaba de lucir en la puerta de su casa a un hermoso pajarillo de vivos
colores y canto dulce y fresco que pintaba con su melodía la armonía de las
mañanas. El viejo no tenía jaula de oro, ni pájaro que cantara en su porche, en
cambio, seguía una rutina que despertaba la curiosidad de su vecino. Cada
mañana al despuntar el día, se sentaba pacientemente en su mecedora y sujetaba
en alto un pequeño objeto. El recipiente estaba lleno de néctar. Sin temer el
inexorable devenir del tiempo, permanecía así largos minutos, un tiempo que a
su joven observador se le antojaba eterno, motivo por el cual no aguardaba
nunca hasta el final. En sus quehaceres diarios encajaba, a duras penas, el
momento de alimentar al animal que permanecía encerrado en su porche, ignorando
su canto y su falta de libertad. Mantenía a la criatura con la finalidad de
ornamentar su morada, sin darle más valor que el superfluo. El resto del día se
centraba en banalidades y apariencias con las que decorar su vida, de la misma
manera que embellecía su hogar con aquella criatura única.
Un día, decidió quedarse a observar al anciano durante más
tiempo. Poco después de haber pasado el momento en el que solía partir, sucedió
algo increíble. Un pequeño colibrí acudió zumbando a beber de aquel recipiente.
A éste, le siguieron unos cuantos más. Pronto, el porche de aquel anciano se
convirtió en un espectáculo de color y zumbidos en el que las diminutas aves
volaban de un lado a otro, succionando el néctar de las flores del jardín
cuando ya hubieron agotado el del recipiente. Anonadado, el joven corrió a
hablar con su vecino.
-
¿Cómo logra que se acerquen? Es muy hermoso.
-
Lo es, joven – dijo el anciano cálidamente -,
pero no en el sentido que le das. Estas criaturas son libres, vienen porque les
place. Se pasean por mi jardín con total tranquilidad, respondiendo a mi
reclamo. Calman mis zozobras con su zumbido constante, con sus pequeños cuerpos
llenos de vitalidad. Traen la vida a mi jardín. Hace unos años perdí la vista,
soy incapaz de atisbar sus colores, de verlos requebrar entre las flores que,
con tanto esmero, cuida mi esposa. He aprendido a amarlos por todo lo que
logran aportarme, por la compañía de su revoloteo, por el tiempo que me han
enseñado a disfrutar en compañía de mis propios pensamientos, por lo feliz que
hacen a mi esposa al inundarle el jardín. Me he ganado su confianza, sin
castrar sus alas, sin aniquilar su libertad. Y ellos han aprendido a convivir
conmigo, en sintonía, sin considerarme una amenaza, sino, más bien, un amigo.
“Conseguir el
amor de alguien requiere tiempo, profundizar en las pequeñas cosas que puedan
resultar superfluas, frívolas. Ahondar en las pequeñas preocupaciones da mucha
información acerca de a qué te enfrentas, qué debes aprender a amar, qué
barreras debes atravesar para alcanzar la confianza de quien te importa. El
temor, robar la libertad, es sencillo, como has hecho tú con tu triste
pajarillo. Su canto no es más que un lamento. Tan sólo aprecias la belleza de
sus colores y la melifluidad de su
canto, aspectos valorables, pero superficiales al fin y al cabo. Y te pregunto,
joven, ¿no sería más bello poder ver su plumaje al viento? Escuchar su canto
entre los árboles, amar su libertad. Dejar a un lado el egoísmo y no apresar
aquello que jamás debió encerrarse ni tratarse con tan vil banalidad.
El joven miró en la dirección en
la dirección del ave y, por primera vez, una punzada de culpabilidad le desgarró
la conciencia.
-
Nunca infravalores nada ni a nadie por su
aspecto. Privarme de la capacidad de la vista ha sido una de las más grandes
desdichas con las que me ha castigado la naturaleza. Pero, no por ello me
siento desafortunado, pues me ha enseñado a valorar más allá de las
apariencias. Ahonda, joven, conoce, brinda oportunidades y no usurpes la
libertad de nadie. Especialmente, si lo amas.
Con lentitud y esmero el hombre
entró en casa dejando a su vecino algo atónito y confuso. No tardó mucho, sin
embargo, en escuchar, con su ahora desarrollado sentido auditivo, un revoloteo
ansioso al otro lado de la puerta entreabierta.
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