38. Ademán & Abril en Roma



El Sol caía sobre el Coliseo, un atardecer rojizo y cálido que invadió su interior y despertó una sensación de paz que sólo aquella ciudad conseguía arrancarle. Montó en aquella Vespa alquilada por unos días y, pronto, tras dar tumbos entre los alterados coches que integraban el tráfico romano, se encontró atravesando el puente del Ángel en dirección a San Pedro.

La plaza se abrió, majestuosa, ante sus ojos. Dejó la moto donde buenamente pudo y corrió hacia el centro con la esperanza de encontrarse con su cita. Sobre el punto en el que la columnata se convertía en una sola fila, la encontró, con ademán curioso, maravillándose con la magia de las ilusiones ópticas. El abrazo por la espalda provocó un sobresalto que hizo saltar su pequeño cuerpo entre sus brazos. Cuando descubrió a su atacante, se echó a reír y entonces él pensó que había llegado, por fin, a casa. Susurró algo acerca de abril y de la primavera y con una sonrisa condescendiente le indicó el camino a la Vespa.

Piazza di Spagna estaba decorada con un millar de flores que ascendían por la escalera coronada por la iglesia Trinità dei Monti. La noche caía y la Barcaccia se iluminaba desde abajo, proyectando sombras en sus piernas mientras bebía agua. Creyó percibir en sus ojos infantiles un ademán familiar, un brillo que había añorado aquellos días y cuya ausencia se desplomó sobre sus hombros, recordándole los días grises de rutina.

Cenaron en una trattoria en la que siempre había querido sentarse a compartir un plato de Amatriciana mientras conseguía arrancarle esas sonrisas y carcajadas que él conocía como hogar. En el reflejo del vino que embriagaba su mirada, pudo leer de nuevo ese ademán, tan suyo, tan fácil de leer ahora, ese ademán que sólo le dedicaba a él y del que nadie más podría disfrutar. Reprimió el impulso que despertaba aquel gesto y pensó que pronto resolvería ese asunto. El postre se convirtió en una lucha de cucharillas que levantó miradas en mesas cercanas, aunque este hecho no parecía importarles. El tiramisú desapareció tras la batalla y, como siempre, ella se hizo con el último trozo mientras lo miraba triunfante. No contentos con el culmen de la cena, escaparon a Piazza Navona, donde ella aseguró que hacían el mejor tartufo de la ciudad.

El bar Tre Scalini estaba en la misma plaza y desde la terraza, aún abierta, se veía la Fuente de los Cuatro Ríos de Bernini. No se sentaron allí, no obstante. Pasearon hasta Trevi mientras hacían buena cuenta del segundo postre de la noche y ella sonreía satisfecha al recibir la aprobación de su acompañante. La Fontana los recibió con la luz jugando entre el agua turquesa y turistas jugando a lanzar monedas al son de “Per la vita, per l’amore e per tornare”. Cogida de su brazo, observaba la escena como si fuera la primera vez que la vivía, con ademán infantil señaló una zona de la fuente vacía y lo empujó hacia ella. Sacó de su bolsillo una moneda pequeña y se la tendió, ella la tomó extrañada y acto seguido se dirigió al hueco que había divisado.

-          Cierra los ojos y pide un deseo – ella obedeció como una niña obediente.

Al oído susurró la oración que debía recitar tras haberlo hecho, sin llegar a abrir los ojos en ningún momento. La moneda cayó y quedó engullida por las aguas cristalinas de la fuente. Sin darle tregua, antes de que sus párpados descubrieran sus iris, tomó su rostro entre las manos y la besó en la pequeña burbuja de intimidad que rodeaba el hueco con el que se habían hecho en la solicitada plaza.

-          Gracias – sonrió mirándolo a los ojos.

-          ¿Por qué?

-          Por cumplir el deseo con tanta rapidez.

Esta vez fue él quien sonrió con cara de adolescente y se fundieron en un abrazo en aquella ciudad eterna cuyo nombre a la inversa resulta igual de bello. 





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