Septiembre en París


Septiembre aúlla todavía en el amanecer de este día gris, con mil nubes plomizas por techo y una atmósfera melancólica. Los días soleados escasean más desde que el otoño ha caído en la ciudad. El Sena fluye tranquilo, partiendo la ciudad a su paso.

De entre todos los rincones de París, el mío ha sido siempre el cementerio Père-Lachaise. Lejos de flotar una atmósfera lúgubre, entre sus tumbas reina una calma que el río de turistas no logra perturbar. Todo el que allí entra, se congela en el tiempo y las partidas de ajedrez que en sus bancos se juegan, no tienen reloj. El cierre es temprano, pero eso no priva a sus visitantes del disfrute de un momento de paz al día.

No obstante, igual me he vuelto una romántica empedernida, pero no de las de Bécquer, sino de lo que hoy se entiende por romanticismo. Ahora la torre ha cobrado cierto encanto que antes no tenía. Nunca ha dejado de sorprenderme, pero tiene esa popularidad que marchita el encanto de lo desconocido. Aquella tarde en los Campos de Marte ha cambiado mi perspectiva de las cosas. Igual no es el sitio, igual eres tú quien lo ha invadido todo con el olor de tu encanto, de tus miradas y tus intentos de ignorarme mientras juego con tu pelo. Igual sí, me he vuelto una cursi.

L’Île de France me ha descubierto rincones que, pese a haber pisado antes durante mi etapa vital habitando en ella, no había encontrado. En l’Île de la Cité hay calles adoquinadas entre Notre-Dame y Le Sainte-Chapelle que me han robado el corazón a cambio de un poco de intimidad contigo, cuando haces de turista en tu propia ciudad y te dejas guiar por mí a través de plazas que conoces de sobra.

Ahora llueve y te estoy llamando al móvil. Cuando escuche tu “Allô?” al otro lado de la línea, sonreiré sabiendo lo que viene a continuación. En días como hoy estarás pintando, huyendo de tus obligaciones en tu pequeño estudio frente a Tuilleries. Interrumpiré tu concentración, reventando tu burbuja y acabaremos en Montmartre, arriba de la colina coronada por Le Sacré-Coeur, apartados en un mirador repleto de turistas, mientras nos llueve encima y no sacamos el paraguas. La lluvia en París tiene otro color, otro olor. No bajaremos en el teleférico, porque así te tentaré a sacar la Polaroid que siempre coges cuando vamos allí. Me sacarás una instantánea, la que siempre tomas cuando bajo delante de ti por esa escalera con el nombre de los besos que me has robado en ella. Al lado de la farola, como de costumbre. Y me la darás a regañadientes, privándote de ella. Las guardo en un cajón, para contrastar, a salvo del tiempo.

Luego cogeremos el metro, empapados y, no sé cómo, acabaremos en la barandilla del puente de Alejandro III, viendo pasar las barcazas con Les Invalides a un lado y Le Petit y Le Grand Palais al otro. Cuando el frío empiece a calarnos los huesos,  iremos a los Campos Elíseos y tomarás café mientras yo le doy sorbos a un chocolate caliente y compartimos el crêpe del que siempre me guardas el último trozo.

Pero, primero, debes descolgar para romper la monotonía y empezar así nuestra rutina de domingo. “Allô?”

Creo que adoro septiembre, o igual es París o, mira tú por dónde, igual eres tú.


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