Mayo en Colonia
Les separaban la mesa y un par de
pintas de cerveza en una taberna calurosa y oscura donde solo se escuchaba
alemán y el ruido de las jarras arrastradas sobre la mesa, algunas risas lejanas y un murmullo
ahogado típico de los bares de Europa central. Era mayo y, aunque la primavera
estaba ya bien entrada, aún hacía frío cuando caía el sol. Desde las ventanas
del tugurio se veía el Rin discurrir tranquilo y ajeno a lo que allí pasaba.
Ambos estaban allí de paso,
Colonia era una ciudad alegre pese a la fama que tenían las gentes alemanas. Por
este motivo habían acabado allí ambos, cada uno guiado por unas causas y un
destino diferentes que, aquella noche, convergían en aquella mesa de madera
oscura y pegajosa.
-
Me da vértigo mirarte a los ojos
-
¿Por qué?
Ella tenía una mirada cuya
intensidad vertía el aplomo de sus decisiones y en cuya profundidad se intuía
la fortaleza de sus convicciones y principios. Estaba segura de sí misma y era
una seguridad fraguada a golpe de errores, decepciones y caídas. Una seguridad
difícil de disolver, calmada y silenciosa que no se alimentaba de debilidades
ajenas, sino del propio flaquear de su pasado en momentos de zozobra.
-
Me da vértigo, no lo sé. Hace que me sienta
pequeño.
Sonrió ella, cejando en el acecho
que había emprendido con los ojos azules de él, liberando a su inquieta presa
de una persecución que, claramente, se estaba convirtiendo en un acorralamiento
en toda regla. Como una gata, grácil, se levantó y se plantó frente a él, lo
que lo puso aún más nervioso.
-
¿Prefieres que sigamos fuera? Empiezo a tener
calor– hizo un gesto con la barbilla señalando hacia la calle.
-
Sí, por favor.
Rondando el 1,85 a su lado la
presa parecía ella, pero no había nada más lejos de la realidad aquella tarde.
Pagaron y salieron a pasear junto a un Rin sigiloso que se comportó como
perfecto acompañante. En los márgenes del majestuoso río, convertidos en un
agradable paseo, se retiraban ahora jóvenes que se llevaban consigo los
botellines de cerveza ya vacíos mientras alguna pareja despistada cerraba su
último baile en una pérgola. Hablaban en inglés, pues, como he dicho, los pasos
que allí les condujeron habían sido diferentes hasta converger aquella tarde.
-
¿Por qué has accedido a quedar conmigo? – ella
lo miró divertida, esta vez desde abajo y no desde el frente.
-
Me despiertas curiosidad – su respuesta, cargada
de sinceridad, no dejó paso a la chanza -. ¿Qué te da tanto miedo de mí?
-
Me asusta leer en tus ojos una serenidad que
solo dan los años. Unos años que no tienes. Me asusta ver una mente fuerte y
despierta, con tanta firmeza en sus metas que no dé paso al quizá. Me da miedo
sentir que me desnudo ante esa mente, desprovisto del interés que despierta el
misterio, que adivines que tras mi timidez se abre un mundo de inseguridades o
que te aburra mi conversación.
-
Yo también he tenido inseguridades – lo dijo con
una sonrisa serena y empática -. Que esté segura de mí misma ahora es gracias a
no haberlo estado en el pasado – se paró a contemplar la otra orilla del río a
las barcazas amarradas -. No debes tener miedo de lo que pueda ver en ti, no
voy a juzgarte por tus sombras, pues no tengo derecho alguno a hacerlo.
“Tampoco dejes de
ser tú mismo o hablar de lo que te apetezca. No soy mejor que tú, ni peor,
simplemente diferente. Si estamos aquí hablando ahora mismo es porque he
considerado que merecía la pena conocerte más allá de coincidir en la cola de
la cafetería. Si te soy sincera, hay algo en ti que me dice que estaba escrito
que se cruzarían nuestros caminos.
Dijo todo esto con la mirada fija
en el vaivén del agua, dando un respiro a su interlocutor. Reinaba un silencio cómodo
ahora que evidenciaba la relajación que él estaba experimentando, transformando
así la atmósfera, tornándola más cálida, más íntima. Volvió su mirada azul
hacia ella, su perfil heleno se dibujaba manso en el contraluz de un atardecer
delicioso. La catedral, a su espalda, colosal y majestuosa, coronaba la escena.
“Estaba escrito que se cruzarían nuestros caminos”. Resonaba en su cabeza y,
con cada eco, una extraña paz fluía en su interior.
Eran dos completos desconocidos
sin intenciones claras el uno con el otro, sin un camino predefinido para lo que
aquella tarde estaba naciendo. Lo que tenían claro es que, lejos cada uno de su
hogar, se sentían extrañamente en casa.
Era mayo y, aunque la primavera
estaba ya bien entrada, aún hacía frío cuando caía el sol. Y ya estaba cayendo.
Se abrazó a sí misma al notar el aire frío que ascendía desde el río y, de
forma instintiva la abrazó, reconfortándose ambos en el gesto. Fue un abrazo
casi fraternal, cómplice.
-
No lo tomes como una declaración de intenciones,
simplemente me apetecía. Hay algo en mí que te decía que estábamos destinados a
cruzarnos, pero en ti hay algo que me dice que estoy en casa.
-
Hacía tiempo que nadie me abrazaba desde que
llegué a esta ciudad, empezaba a necesitar ese calor humano – una sonrisa de
sincero agradecimiento cruzó su rostro.
-
¿Te gusta el chocolate?
-
¿Y a quién no?
-
Pues creo que mañana deberíamos quedar justo
aquí – señaló en sentido opuesto a la catedral donde un edificio que nada tenía
que ver se erigía en la misma orilla.
Asintió ella y
continuaron paseando, más distendidos, hasta que cayó la noche sobre el puente Hohenzollern.
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