Ahogarse en un deseo
La pálida luz de la luna se difuminaba en
el oscuro cielo. No había estrellas, la ciudad las había engullido con sus
potentes farolas y carteles. Pequeños copos de nieve morían en el cristal de su
ventana, deshaciéndose con el más leve contacto, tiñendo el vidrio con frías
gotas. La penumbra dibujaba sombras sobre las sábanas que se movían al compás
de la tenue luz que asomaba por la rendija de la puerta. Era Navidad, una
Navidad triste, una Navidad que nadie debería tener. El coche de él esperaba a
las puertas del majestuoso edificio, pero ella no aparecía. Ya pasaba media
hora desde que él había llegado, cinco minutos antes de lo acordado, como
siempre. “Mujeres – pensó -, siempre llegando tarde”.
Nueva York estaba preciosa en Navidad,
pero la belleza material pasaba desapercibida para ella. Lo había perdido todo
tras el accidente, sus padres, su hermana... todo. Sólo le quedaba él, pero
nunca tuvo claro si seguía con ella por pena o por interés, la herencia era
considerable y ella muy desgraciada. Llevaba puesto el vestido de lana que
tanto le gustaba a su hermana, ese que le resaltaba sus bonitas formas de
mujer. Su melena dorada caía lisa en cascada contrastando con el rojo del
tejido. Era la primera vez que salía del luto en dos meses y se sentía desnuda,
insultante, irrespetuosa con su memoria y la de su familia. No quería salir de
allí, deseaba permanecer encerrada en aquella prisión con barrotes de vidrio
que hacía las veces de bola de nieve. Aquella noche, por ejemplo, se sentía
como una de esas figuras de porcelana encerrada tras la esfera brillante,
cubierta por una presión de litros de agua invisible, una opresión de la que no
podía escapar so pena de bucear hacia la superficie. Pero esa superficie no
llegaba nunca, las paredes cóncavas impedían la salida y el aire se le acababa.
La nieve sólo servía para entristecer más la escena.
Abajo, él notaba como el frío le estaba
ganando la batalla. Maldijo a su novia y a su desgracia, maldijo sus demoras y
maldijo su facilidad para complacerla en todo. Cuando ya había formulado todo
tipo de improperios en silencio, decidió subir. Pasaba ya una hora y la cena
iba a convertirse en desayuno si ella decidía seguir oculta en su torre. El
ascensor tardó otros tantos diez minutos en bajar, una alegre familia con
sonrosadas mejillas y risas de campana había ocupado el aparato. Sin apenas
dedicar una felicitación navideña y saltándose las normas de cortesía, entró en
el elevador a empujones y respirando con fuerza. La temperatura era allí más
cálida, lo que permitió que sus ideas y palabras se descongelaran, poniéndose
en movimiento y preparando un sermón que dedicarle a su impertinente pareja.
La luz seguía bailando sobre las sábanas,
pero la habitación se tornaba fría por momentos, se apagaba. El timbre sonó
repetidas veces y los golpes en la puerta amenazaban con quebrarla. Lo que él
no sabía es que no obtendría respuesta. Tras saber de labios del conserje que
ella no había salido del edificio, comenzó a preocuparse.
La policía tardó unos minutos en llegar al
edificio, añadiendo luces azules a la cálida escena navideña neoyorquina, unas
luces que enfriaban el ambiente y no auguraban nada bueno. Cuando los agentes
se plantaron ante la puerta de entrada, él se retorcía nervioso, con sus ojos
oscuros desencajados a causa del pánico. La puerta cedió con facilidad y el
fatídico y previsto final les aguardaba tras la puerta del dormitorio. No había
sangre, ni cristales rotos, ni una ventana abierta que filtrara la última brisa
que saludó el rostro de la joven. Yacía en la cama, con media sonrisa y los
ojos cerrados. Era la primera vez que la veía sonreír en meses, la primera y la
última.
El forense no supo determinar la causa de
la muerte, sólo acertó a decir que la deseaba tanto que al final escuchó sus
ruegos y súplicas cumpliendo así su anhelo. Se había ahogado en su propia bola
de nieve.
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