40. Melancolía & Octubre en Madrid
Llueve en Madrid. Las calles son
un torrente de gente con paraguas a un ritmo estresante, huyendo del agua de
octubre. El incesante tráfico salpica a los peatones incautos que caminan por
el bordillo de las aceras empapadas. No me importa mojarme, quizá me resfríe,
pero no me parece tan grave ahora. La lluvia me ha cogido por sorpresa y no
llevo paraguas.
La Castellana no ha perdido su
habitual flujo de trajes de chaqueta hablando por sus teléfonos móviles pese a
la tormenta improvisada. Ni de turistas despistados e ignorantes de la magnitud
de las avenidas, en dirección a Recoletos para ir descubriendo las sonadas
plazas que se yerguen como nexos de los paseos. Sostienen sus planos a cubierto
de la lluvia, tratando de evitar que se conviertan en una pasta de papel
decolorado e ilegible. Me pregunto si sabrán que por los paseos que se suceden,
fluía antaño un arroyo cuyo nacimiento lo marcaba un obelisco que ahora se
encuentra en el Parque de la Arganzuela.
Yo, por mi parte, me dejo inundar
por la melancolía que me traen los días lluviosos. Echo de menos el mar, desde
aquí no se ve, como bien dicen tantas canciones, y la lluvia huele diferente.
Vagando entre mástiles de paraguas y pasos acelerados, recuerdo el Seis
Peniques. Cerrado. No puedo evitar sentir una punzada amarga, como los gin
tonics que solía tomar allí, al evocar el recuerdo de una compañía que ya no
está. Las sonrisas dedicadas a hurtadillas, rodeados de amigos y barullo, los
planes que hacíamos con aquella familia, huidas a la costa o algo menos
ambicioso.
Con el recuerdo aún latente en la
memoria, me escabullo de aquel rincón de un Madrid diferente al de ahora, un
Madrid que siento lejano. La parada de la Plaza de Castilla no queda lejos. Me
recibe el subterráneo, abarrotado y de aire cargado, con gente impaciente
en los andenes. Tomo la línea morada
dirección a Puerta de Arganda. El traqueteo del vagón mece la melancolía que se
agarra a mis entrañas en este martes tan gris. No es una sensación desagradable,
la soledad acompañada de cuerpos sin rostro que chocan conmigo con cada pequeña
sacudida. Bajo en Príncipe de Vergara y transbordo a la línea 2 para bajar en
Retiro.
La lluvia ha arreciado
ligeramente y lo agradezco. La recibo con los ojos cerrados y el rostro
encarado a las nubes. Creo que la gente me mira, pero no me importa lo más
mínimo. Puedo imaginar perfectamente su voz diciéndome que huelo a lluvia
mientras posa su mirada sobre mis manos y las acaricia suavemente. Otro gin
tonic, por favor, bien amargo, como solía pedirlos mientras yo rechazaba el
ofrecimiento de probar aquel elixir incoloro y burbujeante. La puerta de Alcalá
está ahora a mi derecha y me arranca una sonrisa desgastada, oxidada por el
sentimiento de dulce añoranza. Me adentro en el parque, no hay mucha gente a causa
de la lluvia. El lago no recibirá hoy a muchos turistas que surquen sus aguas
verduscas en pequeñas barcas de remo. Un rayo fugaz de un día soleado y una
barca a punto de volcar.
Continúo por la calle Nicaragua
hacia el Palacio de Cristal. Allí había un banco, bueno, varios, pero sólo uno
especial. Uno en el que le hablábamos a la Luna temprana de las tarde noches de
invierno, acurrucados a causa del frío o tomándolo como excusa para hacerlo,
por la sencilla razón de que nos gustaba hacerlo. Está mojado, pero yo también,
no encuentro motivo para no sentarme un rato a observar un punto distante de un
infinito que me devora hoy con avidez. No puedo leer o el agua echaría a perder
el libro, así que me dejo consumir por mi estado de ánimo, enfrentando el mar
sosegado y profundo que se abre en mi interior.
No es una sensación desagradable,
es una añoranza que trae consigo un batiburrillo de recuerdos alegres con el
poso amargo del pasado. Me encuentro dentro de una tristeza meliflua y
acogedora que marida a la perfección con el clima. Estoy a gusto en aquel banco
en el que se hicieron tantas promesas que se incumplieron por falta de tiempo o
de ganas. Tampoco sé qué hora es, pero hoy no pienso preocuparme por el reloj
ni las obligaciones. Me merezco un día tranquilo, para mí y he olvidado
intencionadamente el móvil en casa. La esperanza me susurra que tendré una
llamada con su nombre al regresar, que un día como hoy inauguramos algo
distinto y que un hecho así no se olvida con facilidad. El estribillo de una
canción se dibuja en mi mente, de Cenicientas a las que siempre regresa uno y
de princesas muertas, cantada por una voz dulce de este mismo Madrid.
Creo que mantendré la expectación
hasta que el frío cale mis huesos y decida poner rumbo a casa, más tarde. Ahora
me quedaré mirando la lluvia y reviviendo escenas que alimenten esta tristeza
vaga, dejándome abrazar por la calma de estos jardines, con el Madrid lejano de
mis recuerdos arrullándome y cantándome en silencio las canciones que tararearé
para mí en este martes lluvioso de octubre.
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