28. Acendrado


 ¿Recuerdas las ilusiones que te invadían cuando aún eras un niño? Cuando tus sentimientos eran puros, sin mácula. Cuando eras tú mismo, cuando eras inocente, cuando no tenías conciencia de lo que suponía el mundo de los adultos, cuando todo era aún sencillo. ¿Cuántas de esas ilusiones has cumplido o estás cumpliendo? ¿Cuántos sueños dejaste atrás por creerlos descabellados, sin sentido? ¿Cuántas cosas le has negado a tu corazón porque tu razón instruida las ha dado por imposibles o inadecuadas? ¿Cuánta pureza han sepultado los años? ¿Cuánto queda en ti de aquel niño al que aún no habían contaminado las decepciones, las responsabilidades, las pérdidas, la sociedad, los golpes? ¿Cuántas veces buceas en ti mismo para comprobar qué queda de ti y qué han transformado ya tus experiencias? El cambio es necesario; crecer, una imposición; madurar, una necesidad; adaptarse, obligatorio. Pero, en el camino hacia la muerte, olvidamos, en ocasiones, qué somos o qué nos mueve. Podría apostar mucho y, a penas perdería, a asegurar que, si nos hiciéramos esas preguntas, nos detendríamos en seco sin respuesta.

Las ambiciones, muchas veces impuestas por necesidades o prototipos, nos llevan a creer que queremos algo que, en realidad, ese niño inocente jamás se habría planteado. Está bien descubrir cosas, pues nos ayuda a ampliar el abanico de opciones, a crecer y a encontrar nuestro camino. Pero, ¿cuántas ilusiones puras, cuya única ambición es la consecución de la felicidad, de una vida más plena, mantenemos? Es innegable que las necesidades cambian conforme crecemos, que no buscamos lo mismo a los 5, ni a los 15, ni a los 25. Que cada edad tiene lo suyo y que, cada cosa, debe ocurrir a su debido tiempo, sin prisas y sin forzar situaciones. El problema no está en cambiar las prioridades, ni en atender las necesidades o deseos diferentes. El problema está en cómo aniquilamos la inocencia, el desinterés, la alegría, la transparencia, el sentimiento. En cómo los cubrimos con frialdad, razón dominante, miedo, desconfianza, rencores, dolor.

El sufrimiento es una parte inevitable de la vida, pero las grietas que crea debilitan la confianza y alimentan la tendencia a generalizar. Grietas que se cubren con escudos que protegen un alma que se desgasta, que se cansa, que se debilita. Las experiencias negativas no nos fortalecen a nosotros, sino a nuestro escudo, haciéndonos parecer más fríos, alejándonos del resto, impidiendo al sentimiento puro nacer o ralentizando su aparición. Perdemos la fe en personas en concreto o en general, perdonamos más lentamente, olvidamos menos y racionamos más las emociones. Sentir de más se relaciona, normalmente, con riesgo, con una bajada de guardia y desprotección de ese muro que oculta al niño apaleado por los golpes. Y si nos sentimos amenazados, actuamos a la defensiva, guardando una fortaleza, impidiendo que las lanzas alcancen su objetivo.

No sé si el problema radica en nosotros, en el egoísmo natural del ser humano, en la maldad de algunos o en que, en realidad, la vida  no es tan bonita como nos la pintan o como la pintamos. No sé si el problema está en los ilusos que creemos que no volverá a pasar o que imaginamos cosas que no tienen cabida. O si, por su parte, está en nuestra dificultad para empatizar con el prójimo, de pararnos a pensar por qué ha actuado o actúa de ese modo, por qué ha llegado a herirnos, qué les movió a hacerlo. Es prácticamente imposible ponerse en el lugar del otro hasta esos niveles de comprensión, pues las experiencias que lo han convertido en lo que es, no se entienden hasta que son vividas en carne propia. Quizá, si fuéramos capaces de mirar con el cristal con el que ellos ven, la comprensión evitaría el odio y, aunque doliera, el perdón ayudaría a borrar parte de ese dolor.

Y vuelvo al principio, ¿cuánto queda en ti de ese niño que sentía con el corazón y no con la cabeza? ¿Por qué no intentas recuperarlo? No temas dar un giro de 180º, o de lo que sea, no si ese giro te empuja a encontrarte, a hallar el sentido, a llenar tu vida. ¿Miedo? ¿Quién dijo miedo? Eso es para los mayores.

Dedicado a R.S.F.

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