39. Ósculo & Agosto en Capri

Salió a la terraza de aquella suite, dejándose acariciar por la brisa cálida del Tirreno que bañaba la costa italiana de Capri. En la playa, había algunos turistas que habían decidido aprovechar los primeros rayos de sol para nadar en las tranquilas aguas.

Notó la calidez de sus brazos rodeando su cintura, la suavidad de su piel rozando la suya propia. Sonrió y ella debió intuirlo, pues besó dulcemente el surco de su espalda, en la columna. Deshizo el abrazo y, cuando él se volvió a buscarla, se había esfumado. Sus ojos azules se posaron en las sábanas en las que ella había yacido, dormida, hacía escasos minutos. Las mismas que habían sido testigo de sus abrazos y caricias, de sus besos, de su amor.

Oía el agua de la ducha en cascada y decidió volver la vista a la playa, con una sensación de infinita plenitud. La arena continuó recibiendo visitantes, cada vez más animada, más alegre. Debió distraerle mucho aquella estampa, pues cuando regresó a la habitación, nadie había ya allí.

Con el ansia del que se siente abandonado, se duchó veloz y se puso el primer bañador que encontró, armándose con las sandalias y la toalla, olvidándose de cubrir su torso y levantando miradas sugerentes entre el personal femenino del hotel.

Encontró sus cosas en la arena, donde solía dejarlas durante aquellos días de ensueño, pero ella seguía sin aparecer. Buscó entre el suave oleaje y, pronto, observó cómo emergía, como una sirena. O eso pensaba él en su ciego enamoramiento. Suspiró, aliviado y le hizo un gesto con la esperanza de ser visto. Y así fue. Se sentó delante de él sobre la toalla, mientras escurría su melena a un lado. Podría contemplarla toda una eternidad mientras lo hacía. Tomó su mano y lo arrastró consigo, obligándolo a sentarse junto a ella, clavando sus pupilas en sus ojos azules, sonriendo al descubrir la mancha oscura que alteraba la monocromía de su iris. Pasó la mano por su cabello negro y la bajó hasta el mentón, acercándose a sus labios. Y lo besó, lo besó durante largo rato, con la dulzura que caracterizaba a sus labios, con la calidez que desprendían, trayendo a su memoria la primera vez que la besó una noche de verano en Londres.

Siempre que sucedía era como si lo hiciera por primera vez. Sentía la misma ansia que siente aquel que nunca ha vivido el momento. Ella besaba de verdad, se declaraba cada vez que lo hacía y  hablaba con cada roce. Lo hacía sentir como al niño que se esconde debajo de una mesa para besar por primera vez, como al adolescente que tiembla cuando ella sonríe ante él y sabe que ha llegado el momento. Podía llegar a la pasión más ferviente, pero cuando lo besaba a diario, sus labios transmitían respeto, dulzura y un afecto inconmensurable.

Capri, con sus cientos de turistas y su calor bochornoso a aquellas alturas del verano, se vació. Desapareció la gente y quedaron ellos dos, sentados en aquella toalla atemporal, dejando a las horas pasar sin preocuparse, ajenos al mundo que los rodeaba, dejándose querer por el pintoresco paisaje, viajando entre playas a lomos de su ciclomotor de alquiler a través de carreteras estrechas y serpenteantes, cenando en terrazas frescas, acompañando la pasta con vino blanco y probando en los labios del otro aquello que no era capaz de ofrecer la isla.

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