Diciembre en Porto


El Duero traía el frío del Atlántico que ascendía por las empinadas cuestas de la ciudad, arrancando bocanadas de aire frío a las esquinas y golpeando a los viandantes sin piedad. Porto, con sus fachadas oxidadas y sus cuestas infinitas lucía bien en cualquier época del año y, pese al frío, era imposible decir que no a perderse por sus callejuelas adoquinadas en busca de fachadas recubiertas de cerámica azul y blanca.

Era ya costumbre entre los suyos escaparse unos días durante las navidades para celebrar el fin de año, una forma de reunir a la familia, pero la que se elige, aunque no fuera volviendo a casa, sino alejándose de ella. Eran muchos los caminos que habían forzado su divergencia física, aunque las nuevas tecnologías y las redes luchaban contra la distancia para evitar separarlos.

Porto era el destino preferido ese año, escondiendo entre sus adoquines los secretos que se fraguaran aquellas noches. Quedó un momento rezagado, odiaba los largos paseos, pero en su grupo reinaba la democracia y, aquella tarde el plan elegido había sido cruzar a Vilanova de Gaia a probar los vinos que aquella orilla del río guardaba. Muy turístico, pensó, demasiado, pero aquí solo importaba la compañía. Al fin y al cabo, tampoco le desagradaba la idea de probar el que decían que era el mejor vino de Portugal.

El capricho de sus amigos los condujo por la parte alta del Puente de Don Luis I, donde el crepúsculo cubría la ciudad como un manto malva y ocre que aportaba algo de calidez a la helada brisa que los azotaba desde las alturas de aquella titánica construcción. Un tranvía hizo que el suelo temblara bajo sus pies y sintió algo de vértigo, pero trató de disimularlo. Sus amigos se habían quedado parados y los alcanzó sin darse cuenta. Todos miraban en la misma dirección y entendía el motivo a la perfección. La ciudad tímidamente iluminada daba la bienvenida a las tempranas noches de invierno y el óxido de las fachadas le otorgaba un color añejo que resultaba extrañamente acogedor a la vista. Se preguntó cómo algo humano podía ser tan bello y decidió embobarse junto con sus compañeros de fatiga ante aquel regalo que se les estaba ofreciendo.

No sabrían definir con exactitud el tiempo que emplearon en la contemplación de la vista hasta que una de ellas, la más ansiosa y cuadriculada, los despertó de su ensueño para devolverlos al plan que habían trazado. No habían contratado ninguna visita en las bodegas, sino que habían decidido abandonarse a la aventura para tomar algo a orillas del Duero mientras se hacía la hora de cenar. Intentaba no pensar que, pese a que faltasen 4 largas horas para ello, habían reservado en un pequeño restaurante frente a la Torre de Clérigos y eso implicaba volver a subir empinadas cuestas de regreso con alcohol en el cuerpo y un frío insoportable. El pulpo prometía, así que se aferró a esa idea descartando las demás.

El bar, pub o lo que quiera que fuera aquello estaba acristalado y ofrecía una maravillosa visión del río transcurriendo apacible mientras lo surcaban los barcos cargados de turistas en su repetitivo recorrido.

-          Os he echado de menos – dijo la chica de la voz dulce.
-          Y yo, creo que deberíamos repetir estas cosas más a menudo – por mucho que quisiera esforzarse en mantener la dura coraza que creía que la caracterizaba, su amiga era todo corazón.
-          ¿Brindamos? – esta vez la propuesta vino de aquella a la que llamaban el espíritu libre.
-          Por volver a hacerlo el año que viene en un nuevo destino – los ojos verde aguamarina se dirigieron a todos los allí presentes con afabilidad.
-          Y por no demorar el siguiente reencuentro – esta vez habló la mente cuadriculada.
-          Deja el ansia a un lado, anda, que aún no ha terminado este – y estallaron a reír y su risa, la del rezagado, se elevó sobre la de los demás mientras alzaban sus copas brindando por los motivos que allí los habían traído y que volverían a juntarlos mil veces más.

Se les pasó la hora, como siempre que se juntaban y llegaron 20 minutos tarde al restaurante en el que la afable encargada no se molestó por el retraso al verlos llegar. Las cuestas de la ciudad eran una excelente excusa o una realidad más que aplastante a la hora de condicionar los desplazamientos.
Cenaron apretados, bebieron más vino y probaron el que creyeron el mejor pulpo de la ciudad. Brindaron más veces aquella noche, notaron los efluvios del alcohol hacer mella en sus palabras y en sus atropellados pasos hacia el apartamento que habían reservado en pleno barrio universitario. La algarabía de aquellas calles les tentó a continuar la fiesta en algún bar, pero decidieron llevar su celebración a la intimidad del espacio que tenían contratado, haciendo suyas las risas, los brindis y las declaraciones sinceras que se hacían cuando estaban todos juntos.

Un año más, un nuevo lugar, nuevas anécdotas y un nuevo vínculo que se estrechaba superando al anterior. Un amor fraternal que no entendía de fronteras ni distancias y que encontraba la oportunidad de afianzarse en cada rincón que los acogía como huéspedes. Se quedó mirando al grupo en su totalidad y se dijo a sí mismo que, allá donde estuviera, si era con ellos, estaría en casa.

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