Junio en Rodas
Hacía tan solo unos de meses que
había superado la que había sido la intervención más compleja a la que se había
sometido. El accidente que sufrió por un descuido al volante casi había acabado
con su capacidad para caminar, pero, por fortuna, no fue así. No sin cierta
cojera, había conservado su libertad de movimientos, aunque jamás sería el
mismo. Aquella era una idea que, aunque comenzaba a normalizar, no había
asumido del todo. No obstante, lo que no lograba digerir era que quien creía el
gran amor de su vida lo hubiera abandonado por ello.
Junio era un mes especialmente
caluroso en Rodas, algo que su cuerpo, aclimatado a temperaturas más frías, no
sobrellevaba del todo bien. Lo que más le atrajo de aquella isla había sido su
patrimonio cultural, pero no se había negado el placer de disfrutar de sus
playas y su piel pálida comenzaba a tomar un ligero bronceado.
Había elegido un destino turístico
para pasar desapercibido. Pensó que un lugar repleto de gente era el mejor
sitio para no llamar la atención y fundirse con la algarabía y el movimiento
que se formaba en la isla. También había salido con intención de alejarse de
todos los rincones de aquella casa que había acogido su día a día desde que
decidieron mudarse juntos hacía menos de un año. Aunque quizá su motivo
principal fue la necesidad de sentirse autosuficiente tras el accidente.
Ayudado de un bastón, encontró la
ciudadela de Rodas algo complicada de transitar por el empedrado de sus calles,
por lo que visitar los diferentes monumentos abrazados por 4 km de muralla le
llevó más tiempo del que pensaba. Este hecho le desesperó, pues su mente, ágil
y siempre en forma, no encajaba un error de cálculo con facilidad. No se rindió
pese a ello y, agotado y empapado en sudor, decidió regalarse un momento de
calma en una de las playas de la ciudad, alquilando una tumbona como buen
turista que era.
Tras salir del agua se dejó caer
sobre la toalla y cerró los ojos dejándose llevar por ese mareo característico que
te embota la cabeza al salir del agua. Relajado y abstraído como estaba no
reparó en quien lo observaba atentamente desde un extremo alejado de la orilla.
Aunque su autoestima estaba derrotada y no era el prototipo que exigía la
sociedad en ese momento, pero aún guardaba el atractivo que la seguridad que
siempre había tenido le otorgaba.
Recogió sus cosas, aún sin
percatarse de la atenta mirada que lo seguía en su vuelta al hotel. Cuando había
emprendido el camino para abandonar la arena, tropezó y lo que llevaba en la
mano cayó al suelo junto con él que se dio de bruces contra la arena. Con el
orgullo más herido que su cuerpo, se incorporó y comenzó a recoger sus cosas. Su
observador acudió raudo a ayudarle.
-
Muchas gracias – dijo en un perfecto inglés y
con un rubor muy subido debido a lo embarazoso de la situación.
-
No hay de qué – cuando levantó la mirada la vio.
La dulzura de sus ojos le reconfortó. Debía tener en torno a 10 años menos que
él, estaba muy bronceada y el acento que lucía le resultó difícil de
identificar.
Se sacudió la arena y se lanzó a
caminar todo lo rápido que pudo para evitar lo violento de la situación y
posibles miradas o burlas que, intuía, comenzaban a asomar.
-
¡Espere! – se lanzó tras él – Usted no es de por
aquí, ¿verdad?
-
Creía que era evidente – su respuesta sonó
hostil, tratando de desembarazarse de aquella jovencita molesta.
-
¿Puedo invitarle a cenar?
-
¿Qué edad tiene? No me gustaría tener problemas
por acoso a menores – sonrío con picardía antes de contestar.
-
Veintiocho – le sorprendió ver que la diferencia
de edad no era tal como había intuido él.
-
¿Por qué debería aceptar?
-
No persigo nada en especial, solo enseñarle la
isla desde otra perspectiva.
Meditó 5 largos minutos antes de
aceptar la propuesta. Se sentía profundamente solo por las noches y una cena en
compañía en aquel paraíso en medio del Egeo. Una vez en el hotel, se reprochó
haberlo hecho, pero había quedado a las ocho y ya no había vuelta atrás. Al fin
y al cabo, había sido amable con él.
Lo recogió en un pequeño coche
que era ya más bien chatarra y le habló durante el camino de la historia de
Rodas, del terremoto que había destruido una de las 7 maravillas del mundo
antiguo, de la idiosincrasia de sus gentes, de la playa favorita de Antony
Quinn y de los mejores lugares para ver atardecer. Llegaron a un restaurante
pequeño en una zona poco turística, pero con una carta prometedora. Uno de esos
sitios que no visitas si no eres lugareño.
Conforme la conversación avanzó
borró el arrepentimiento que lo había embargado tiempo antes. Pese a su aspecto
aniñado, aquella mujer tenía una capacidad de conversación que conseguía que
todos sus problemas parecieran cosa del pasado. Se encontró riendo y con un
ánimo impropio de él aquellos días y, aunque no lo quisiera reconocer, se
sintió como en casa.
-
¿Qué te pasó? – ella fijó la mirada en la enorme
cicatriz que le recorría el rostro y que, aunque no rompía sus proporciones, era
imposible ignorar. Pese a lo directa que había sido con aquella pregunta, no se
sintió incómodo.
-
Tuve un accidente que casi me costó la vida y
cuyas consecuencias me han arrastrado hasta aquí – la conversación se
ensombreció, aunque no perdieron la sensación de comodidad.
-
Lo siento – acertó a decir ella -. Imagino que
la recuperación fue lenta.
-
Sí y, como habrás observado, no total.
-
No me he dado cuenta – dibujó una sonrisa amplia
y sincera que se le contagió sin poder evitarlo -. En la playa solo vi un dolor
que lejos estaba del físico. Un dolor que conozco muy bien – la miró esta vez
sin comprender -. Cuando llegué a esta isla, lo hice huyendo de un presente que
me asfixiaba y sin buscar futuro, simplemente para encontrar lo que había
perdido: a mí misma. No me preguntes por qué Rodas, porque ni yo misma sabría
contestarte. Simplemente, porque sí. Mi padre murió cuando yo era muy pequeña y
mi madre le acompañó un año antes de mi viaje aquí. Empaqueté lo que más quería
y abandoné España sin promesas de volver, solo de encontrarme. Además, no tenía
billete de vuelta – sonrió esta vez aportando algo de luz -. Ni lo tenía, ni lo
tengo. Vagando por estas playas encontré un trabajo que me permitió subsistir y
que a día de hoy mantengo. Me he encontrado a mí misma y he encontrado un nuevo
hogar que me ha dado la oportunidad de comenzar de nuevo. No quiero planificar
mi vida, me siento bien estando aquí.
-
Siento mucho lo que sucedió con tu familia – aún
algo perplejo por la historia que acababa de escuchar no logró articular más
palabras.
-
Gracias, todo dolor nos ayuda a crecer. Has tenido
mucha suerte de conservar tu vida y tu integridad tras ese accidente. ¿Me
creerías si te digo que lo que más llama la atención al verte es la sensación
de haberte perdido a ti mismo? Tus cicatrices no son más que un recuerdo de lo
que pudo pasarte en realidad. Tienes una nueva oportunidad para emprender tu
vida. Olvida a quienes te han abandonado en el camino, céntrate en quién eres y
en quienes te acompañan ahora. Seguro que los hay, pero no los quieres ver.
-
No es tan fácil…
-
Lo sé, solo era un consejo – colocó su mano
sobre la de él con suavidad y él la tomó con afecto, mirándola directamente a
los ojos -. Te enseñaré el puerto de noche y mañana puedo enseñarte los
manantiales, si quieres. Harán que te sientas mejor. Cuando regreses a casa
quizá tu alma esté más tranquila si consigues conectar contigo aquí.
Pidió la cuenta a un camarero
moreno y de rasgos típicos de la zona. Cuando él fue a sacar la cartera ella lo
frenó de golpe.
-
Dije que invitaba yo – y dibujó media sonrisa
que le hizo reír.
No sabía qué le traería aquel
nuevo comienzo, pero, sin dudarlo, había ganado el valor de una amistad que se
gestaba en aquel caluroso junio y que prometía mantenerse a lo largo del
tiempo, independientemente del mes, lugar e, incluso, de la distancia.
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